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Guacira
César de Oliveira.
Articulación Feminista Marcosur.
Para
hacer un debate político sobre la democracia, tenemos que partir
de realidades concretas y no de puras abstracciones. La realidad concreta
de donde parto es la de América Latina y, más específicamente,
la de mi país, Brasil. Estamos, por lo tanto, hablando de la región
que sufre los más altos índices de desigualdad del planeta.
La concentración de la renta y del poder en nuestro país
es enorme.
Hablamos
de una región con un pasado colonial y esclavista, donde las relaciones
patriarcales, racistas y etnocentristas siempre estructuraron el poder
político. Donde la supremacía de los hombres blancos se
construyó con la fuerza de los imperios europeos y con la evangelización
de la iglesia católica para dominar a los pueblos indígenas
autóctonos y esclavizar a las poblaciones africanas traficadas.
Donde el fenómeno del mestizaje se concretó violentamente,
a partir del estupro colonial, cometido por los hombres blancos contra
las mujeres negras e indígenas.
Hablamos
de un lugar con un pasado muy reciente de dictaduras militares sangrientas,
y de democracias muy jóvenes, de casi dos décadas.
En
nuestra modernidad latinoamericana, tan desilusionada, la democracia continúa
siendo el reino de los señores blancos. Aunque reconozcan el tamaño
de las barreras, las feministas decidieron, hace tiempo, ocupar el espacio
de la democracia, reconfigurarlo, redefinirlo: ¡democracia en casa
y en el mundo!
Democracia
en la vida cotidiana y en el sistema político. ¿Es contradictorio?
Sí, pero también es transgresor. Se trata de deshacer la
democracia, desnudando todas sus insuficiencias y denunciando su forma
de operar para mantener y reproducir el mismo orden injusto y autoritario;
y, al mismo tiempo, radicalizar la democracia para poder conducir el proceso
de transformación social.
La
estrategia subversiva del feminismo, que tanto se identifica con la lucha
por la democracia, como continuamente separa sus límites es exactamente
lo que le confiere autoridad política para enfrentar la crisis
actual de la propia democracia en América Latina. El sistema democrático
está en jaque porque sus instituciones son incapaces de dar consecuencia
a los valores fundamentales de libertad, igualdad, solidaridad. Basta
constatar el grado y la concentración de la riqueza y el poder
que se alcanzó durante la vigencia de los recientes regímenes
democráticos en nuestra región.
Antes
que nada, es necesario considerar la destrucción producida por
el actual sistema de acumulación en relación a las instituciones
de la democracia representativa, dado que fue por esta vía democrática
que se realizaron reformas neoliberales profundas en el Estado y en la
economía, razón del enorme descreimiento de la clase política
y de la propia política en la actualidad.
Las
privatizaciones, la flexibilización de las relaciones laborales,
la reducción de los gastos sociales, la reducción del papel
del Estado en la garantía de derechos, fueron medidas llevadas
a cabo en las últimas dos décadas, en plena vigencia de
los regímenes democráticos.
Para
los ciudadanos, de una manera general, esto significó desempleo,
mayor desequilibrio en las relaciones entre capital y trabajo, precarización
de los servicios públicos, pero para las mujeres, en particular,
estas medidas implicaron una transferencia de la esfera pública
hacia la esfera doméstica de una parte importante de las responsabilidades
sociales y, sobre todo, la frustración de las expectativas políticas
en términos de bienestar social, porque de verdad, nunca hubo un
Estado de Bienestar Social en América Latina.
Sin embargo, fue el establecimiento de un régimen democrático,
con todas sus insuficiencias, lo que nos permitió como feministas
trabar luchas importantes para establecer un nuevo marco legal de combate
a la violencia doméstica y sexual contra las mujeres; nos abrió
espacios de disputa en torno a los derechos sexuales y reproductivos;
nos posibilitó afirmar los derechos de las trabajadoras y buscar
medidas de acción afirmativa en el mercado de trabajo y para la
participación política de las mujeres.
Fue
el establecimiento de ese régimen democrático lo que hizo
posible enfrentar las disputas políticas y conducir al Poder, por
el voto, a nuevos presidentes y una presidenta, que representan partidos
políticos y coaliciones que se construyeron en la lucha contra
las varias formas de opresión y las dictaduras militares en nuestra
región. Por primera vez, tenemos una mujer al frente de la presidencia
de Chile, un indígena en Bolivia, un obrero en Brasil, un negro
en Venezuela, electos o reelectos con más del 60% de los votos.
Pese
a estos cambios, la presencia de mujeres en el Parlamento Brasileño
no supera el 9%, la presencia de afro descendientes (aunque no haya datos
oficiales) no llega al 5%, cuando representan el 43% de la población.
Indígenas simplemente no hay. Los segmentos, históricamente
desposeídos de derechos, no están en los ámbitos
de decisión.
No
hay duda acerca de los límites de esas conquistas. La concentración
de poder continúa correspondiendo a la concentración de
la riqueza. El Estado tiene un compromiso enorme con el sistema capitalista.
Los gobiernos que están al frente continúan, en términos
sustantivos, manteniendo el orden neoliberal.
La
deuda pública, interna y externa, de nuestros países es
enorme. A excepción de unos pocos, como es el caso de Venezuela.
La opción de priorizar el ajuste fiscal, viene reproduciendo la
pobreza y las desigualdades sociales, dada la negligencia y la subalternización
de las políticas públicas orientadas al pleno ejercicio
de los derechos humanos, económicos, sociales, culturales y ambientales
de la ciudadanía. Al final, las políticas públicas
son vías esenciales de acceso a los derechos, a la sobrevivencia
de las poblaciones pobres, discriminadas y marginadas.
En
Uruguay cerca del 90% del presupuesto está comprometido con la
deuda. En Brasil, el 60% de la recaudación fiscal está comprometido
con amortizaciones e intereses de las deudas públicas interna y
externa. Para tener una idea, los programas de transferencia de renta
para las familias pobres, desarrollados por el Estado, transfieren a este
sector de la sociedad apenas el 10% del montante de recursos públicos
que transfieren a los acreedores de la deuda pública.
La
disminución de la esfera pública, provocada por la usurpación
de los recursos y del poder público, tanto por la corrupción,
por la privatización, como por el fraude de la representación
política, es un elemento que se destaca sobre los límites
estrechos de la democracia liberal.
La democracia representativa liberal es superficial y de baja intensidad
para lidiar con los enormes conflictos que la realidad latinoamericana
nos enfrenta. A los movimientos feministas y de mujeres no les interesa
la inclusión en este mismo orden. Queremos cambiarlo. Es necesario
democratizar las instituciones representativas, inclusive y, especialmente,
porque este es el principal espacio de decisión de conflictos sociales,
económicos y de intereses.
Pero
es necesario mucho más que eso para radicalizar la democracia.
El poder de la ciudadanía nunca puede ser totalmente delegado,
le pertenece a la ciudadanía. Por eso, es necesario crear y fortalecer
los espacios de participación y control social sobre el Estado,
sobre las políticas y los recursos públicos. Se deben crear
y fortalecer mecanismos de democracia directa, como plebiscitos, referendos
y consultas populares, que creen condiciones para que la ciudadanía
se exprese soberanamente.
Sin
embargo, la base de todo esto es una sociedad democrática. Es necesario
democratizar a la propia sociedad. Creemos que los movimientos de mujeres,
así como otros movimientos sociales pueden, con autonomía
política, vocalizar y procesar lo que el sistema representativo
ya no puede procesar.
Aunque
estén comprometidos con la afirmación de los derechos y
la promoción de la igualdad, los movimientos sociales no están
libres de conflictos y hasta antagonismos, de desvíos sexistas
y racistas, por ejemplo. “Consolidar, en los propios movimientos
sociales espacios que se destaquen por la equidad de género y étnico
racial, que sean capaces de dialogar, confrontar ideas, proyectos, propuestas
de alianzas, prioridades de lucha para superar las insuficiencias teóricas
y políticas de cada uno de estos sujetos políticos, aún
es un desafío” (Betânia Ávila).
Pero,
finalmente, el diálogo aunque inicial, abrió algunas sendas
en el camino de la afirmación de la diversidad, de reconocimiento
de las identidades culturales y políticas.
En síntesis, en la lucha democrática por la afirmación
de derechos y promoción de la igualdad, no hay por qué delegar
esta tarea a otros. Hay que ser sujeto político, actor político,
ciudadano /ciudadana, en una esfera de equivalencia democrática,
alejando el riesgo de mantener y/o reproducir desigualdades y privilegios.
Tal concepción tiene un potencial crítico relevante, en
la medida en que inviabiliza los modelos prontos, construidos de arriba
hacia abajo, y concentra esfuerzos en la articulación del proceso
político que desencadena la transformación social.
La
acción política, a partir de los movimientos, tiene el potencial
de ampliar el espacio público y de enfrentar la creciente irrelevancia
de la política dentro de la dinámica capitalista. Irrelevancia
que se revela, como destaca Francisco de Oliveira, en el hecho de que
las grandes cuestiones y decisiones pasan por fuera del sistema representativo
y no están al alcance de las instituciones que la democracia liberal
creó para vehicular esta reivindicación de parte de los
que no tienen parte.
La
acción política tiene el potencial para enfrentar el problema
de la reducción del poder político al poder económico,
fenómeno que, como vimos, redujo el poder de cambiar el voto. El
mercado financiero, por ejemplo, puede declarar la quiebra de un país
o, con la amenaza de hacerlo, exigir superávit primario en las
cuentas fiscales del Estado. Y si la exigencia no se cumple, movilizar
por la divulgación del riesgo país, provocando la represalia
inmediata del mercado, como la fuga de capitales o la reducción
de las inversiones.
El
desafío es transformarnos como movimiento, al mismo tiempo en que
transformamos el mundo. ¡Es mucho! Pero parece que el daño
es de tal dimensión que no se puede ser menos. Nuestra acción
en la esfera pública tiene que ser capaz de cuestionar y al mismo
tiempo rearticular el interés de la sociedad, tiene que afirmar
nuestras propuestas y disputarlas en la arena política, donde diferentes
sujetos de la transformación social actúan en un trayecto
– es duro decirlo- imprevisible e indeterminado, porque no hay una
luz en el fondo del túnel.
El
feminismo tiene el desafío de pensarse y de organizarse como movimiento.
En el proceso de diálogo entre los feminismos construidos entre
las organizaciones de mujeres negras e indígenas, lesbianas, sindicalistas,
de trabajadoras rurales, de académicas, de trabajadoras domésticas,
hay muchas divergencias que, felizmente, nos viene trasladando y permitiendo
nuevos alineamientos: el feminista antiracista, la alianza de parentesco
entre negras e indígenas, por ejemplo, revelan que el esfuerzo
del movimiento para enfrentar sus fragmentaciones, divisiones, barreras
de identidades y conflictos de intereses, logra avanzar.
Un
gran desafío para nuestro movimiento es transponer los límites
del pensamiento político más allá de las identidades
y abarcar la angustia de ser negra, ser indígena, ser lesbiana,
sobre explotada en el mercado laboral o excluida de él. Tenemos
que afirmar y valorar las diversas perspectivas que se construyeron a
partir de la elaboración y de la acumulación traída
por las mujeres en sus diferentes inserciones políticas, sin homogeneizar
la opresión en un ser mujer genérico.
Se
trata de realizar operaciones que sean capaces de lidiar con nuestros
conflictos y contradicciones, de reconocer los campos de fuerza, referencias
y capacidades y enfrentar las desigualdades y jerarquías en el
propio movimiento feminista. La tarea consiste en incitar procesos de
negociación y traducción políticas, desafiando al
pensamiento a superar la aritmética simple de la suma entre diferentes
fuerzas políticas, para que podamos llegar a resultados más
complejos.
El
desafío es el de transformar el mundo mientras nos transformamos
a nosotras mismas, además de desarrollar estrategias políticas
para el fortalecimiento del propio movimiento y también tener estrategias
para estar frente y junto a otros movimientos sociales. Porque esta articulación
puede construir una arena política más vigorosa. Pero, para
eso, es necesario luchar contra las jerarquías que se establecen
entre las luchas, dentro de los espacios de los movimientos sociales.
Uno de los desafíos del feminismo, por eso mismo, es fortalecer
sus principios para no diluirse. Es conservar su autonomía política
y ser capaz de moverse en un contexto de crisis con el sentido y por los
caminos que el análisis feminista conduce.
Tengo
la impresión que de estas confluencias, entre nosotras mismas y
con los otros, pueden surgir las condiciones para una crítica mucho
más consistente al sistema capitalista, al etnocentrismo, al racismo,
al patriarcado, que posibilitarán al feminismo, como movimiento,
enfrentar, con la radicalidad que el movimiento político exige,
las relaciones dominantes de poder y construir alternativas para que otros
mundos mejores sean posibles.
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