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Héctor
Abad*
Estas
nuevas mujeres, si uno logra amarrar y poner bajo control al burro machista
que llevamos dentro, son las mejores parejas. A los hombres machistas,
que somos como el 96 por ciento de la población masculina, nos
molestan las mujeres de carácter áspero, duro, decidido.
Tenemos palabras denigrantes para designarlas: arpías, brujas,
viejas, traumadas, solteronas, amargadas, marimachas, etc. En realidad,
les tenemos miedo y no vemos la hora de hacerles pagar muy caro su desafío
al poder masculino que hasta hace poco habíamos detentado sin cuestionamientos.
A esos machistas incorregibles que somos, machistas ancestrales por cultura
y por herencia, nos molestan instintivamente esas fieras que en vez de
someterse a nuestra voluntad, atacan y se defienden.
La
hembra con la que soñamos, un sueño moldeado por siglos
de prepotencia y por genes de bestias (todavía infrahumanos), consiste
en una pareja joven y mansa, dulce y sumisa, siempre con una sonrisa de
condescendencia en la boca. Una mujer bonita que no discuta, que sea simpática
y diga frases amables, que jamás reclame, que abra la boca solamente
para ser correcta, elogiar nuestros actos y celebrarnos bobadas. Que use
las manos para la caricia, para tener la casa impecable, hacer buenos
platos, servir bien los tragos y acomodar las flores en floreros. Este
ideal, que las revistas de moda nos confirman, puede identificarse con
una especie de modelito de las que salen por televisión, al final
de los noticieros, siempre a un milímetro de quedar en bola, con
curvas increíbles (te mandan besos y abrazos, aunque no te conozcan),
siempre a tu entera disposición, en apariencia como si nos dijeran
"no más usted me avisa y yo le abro las piernas", siempre
como dispuestas a un vertiginoso desahogo de líquidos seminales,
entre gritos ridículos del hombre (no de ellas, que requieren más
tiempo y se quedan a medias).
A
los machistas jóvenes y viejos nos ponen en jaque estas nuevas
mujeres, las mujeres de verdad, las que no se someten y protestan y por
eso seguimos soñando, más bien, con jovencitas perfectas
que lo den fácil y no pongan problema. Porque estas mujeres nuevas
exigen, piden, dan, se meten, regañan, contradicen, hablan y sólo
se desnudan si les da la gana. Estas mujeres nuevas no se dejan dar órdenes,
ni podemos dejarlas plantadas, o tiradas, o arrinconadas, en silencio
y de ser posible en roles subordinados y en puestos subalternos. Las mujeres
nuevas estudian más, saben más, tienen más disciplina,
más iniciativa y quizá por eso mismo les queda más
difícil conseguir pareja, pues todos los machistas les tememos.
Pero
estas nuevas mujeres, si uno logra amarrar y poner bajo control al burro
machista que llevamos dentro, son las mejores parejas. Ni siquiera tenemos
que mantenerlas, pues ellas no lo permitirían porque saben que
ese fue siempre el origen de nuestro dominio. Ellas ya no se dejan mantener,
que es otra manera de comprarlas, porque saben que ahí -y en la
fuerza bruta- ha radicado el poder de nosotros los machos durante milenios.
Si las llegamos a conocer, si logramos soportar que nos corrijan, que
nos refuten las ideas, nos señalen los errores que no queremos
ver y nos desinflen la vanidad a punta de alfileres, nos daremos cuenta
de que esa nueva paridad es agradable, porque vuelve posible una relación
entre iguales, en la que nadie manda ni es mandado. Como trabajan tanto
como nosotros (o más) entonces ellas también se declaran
hartas por la noche y de mal humor, y lo más grave, sin ganas de
cocinar. Al principio nos dará rabia, ya no las veremos tan buenas
y abnegadas como nuestras santas madres, pero son mejores, precisamente
porque son menos santas (las santas santifican) y tienen todo el derecho
de no serlo.
Envejecen, como nosotros, y ya no tienen piel ni senos de veinteañeras
(mirémonos el pecho también nosotros y los pies, las mejillas,
los poquísimos pelos), las hormonas les dan ciclos de euforia y
mal genio, pero son sabias para vivir y para amar y si alguna vez en la
vida se necesita un consejo sensato (se necesita siempre, a diario), o
una estrategia útil en el trabajo, o una maniobra acertada para
ser más felices, ellas te lo darán, no las peladitas de
piel y tetas perfectas, aunque estas sean la delicia con la que soñamos,
un sueño que cuando se realiza ya ni sabemos qué hacer con
todo eso.
Los
varones machistas, somos animalitos todavía y es inútil
pedir que dejemos de mirar a las muchachitas perfectas. Los ojos se nos
van tras ellas, tras las curvas, porque llevamos por dentro un programa
tozudo que hacia allá nos impulsa, como autómatas. Pero
si logramos usar también esa herencia reciente, el córtex
cerebral, si somos más sensatos y racionales, si nos volvemos más
humanos y menos primitivos, nos daremos cuenta de que esas mujeres nuevas,
esas mujeres bravas que exigen, trabajan, producen, joden y protestan,
son las más desafiantes y por eso mismo las más estimulantes,
las más entretenidas, las únicas con quienes se puede establecer
una relación duradera, porque está basada en algo más
que en abracitos y besos, o en coitos precipitados seguidos de tristeza.
Esas mujeres nos dan ideas, amistad, pasiones y curiosidad por lo que
vale la pena, sed de vida larga y de conocimiento.
*
Héctor Abad nació en Medellín, Colombia. Allí
realizó estudios —todos inconclusos— de medicina, filosofía
y periodismo. Después de ser expulsado de la Universidad Pontificia
Bolivariana (por un artículo irreverente contra el Papa) viajó
a Italia, donde se graduó en literatura moderna. Regresó
a Colombia en 1987, pero ese mismo año, después de que los
paramilitares asesinaran a su padre y de recibir amenazas contra su vida,
se refugió en Italia, donde fue lector de español hasta
1992. Nuevamente en Colombia, trabajó como traductor de italiano
e inició su carrera de escritor. Ha publicado tres novelas: Asunto
de un hidalgo disoluto (1994), Fragmentos de amor furtivo (1998) y Basura
(2000), con la que obtuvo el Primer Premio Casa de América de Narrativa
Innovadora.
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