Mariana Mosteiro
Mauro Tomasini
(Coordinadores del Área Seguridad Democrática y DD.HH. SERPAJ)
Las niñas y adolescentes que ingresan al Sistema Penal desarrollan prácticas de ilegalidad como todos los adolescentes que buscan legitimidad. En esta etapa de su vida definen y modifican sus límites permanentemente con ellas y con el mundo que las rodea.
Resuelven las tensiones según sus capacidades y herramientas. Muchas de estas prácticas de ilegalidad son aleatorias, inconstantes, y no construyen una identidad que reorganiza su yo. Por eso, la mayoría que comete delitos no tiene cimentada una identidad delincuencial. Las niñas y adolescentes mujeres que pueblan el Sistema Carcelario Juvenil, cargan con estereotipos y representaciones que las definen como sujetos peligrosos, tanto en relación al universo de la seguridad, como de los valores dominantes.
Los discursos que legitiman ciertas prácticas culturales para determinados universos de niñas y adolescentes mujeres de nivel socioeconómico medio y alto, se eliminan para aquellas que viven en situación de riesgo y precariedad continua. La anormalidad de las prácticas en unas se vuelve normalidad en otras. Unas padecen el estigma de las subculturas juveniles relacionadas con la delincuencia (de forma errónea), otras entran en el intercambio social y simbólico, con legitimidad y aceptación social. Para unas: el castigo, violencia y privación; para otras: respuestas terapéuticas integrales acorde a derechos. Las niñas y mujeres que soportan los estigmas de desacreditación social y discriminación son las clientas predilectas del Sistema Penal. Como dice Duschatzky1, el delito brinda la ilusión de romper con la inercia cotidiana, de adueñarse de algún modo del devenir de la existencia, de decidir.