Este artículo fue publicado en la revista Cotidiano Mujer Nº38, en 2002. Puede encontrar todas las revistas aquí y los posteriores cuadernos aquí.
Los partidos políticos ante el desafío de la maternidad lesbiana
Diana Mines*
Hemos propuesto para este Encuentro el análisis de la reciente experiencia legislativa uruguaya en materia de género, diversidad sexual y diversidad reproductiva, por considerarla un buen ejemplo de cómo estos temas dividen las aguas, atravesando partidos y desnudando contradicciones.
El tratamiento en Cámaras de dos proyectos de ley recientemente aprobados, —uno sobre violencia doméstica y otro sobre trabajo sexual— mostró las luces y sombras que anidan en cada colectividad política. El primero, fue y volvió de las comisiones a los plenarios durante años, escuchando objeciones a su énfasis en la violencia contra la mujer, y macabramente debe agradecer su aprobación final al impacto social provocado por el asesinato a hachazos de una madre y sus cuatro hijos. Pero a poco de promulgado, un Fiscal de Corte le interpuso un recurso de inconstitucionalidad, por no contemplar equitativamente al hombre. El segundo, logró el acuerdo final de los partidos en base a la creación de “zonas rojas” particularmente marginales, para alejar el “espectáculo” de la prostitución, especialmente travesti, de los piadosos ojos de las buenas familias (o tal vez, para que no vean a papá recurriendo a ella…).
Más proyectos están en discusión. Uno, que propone despenalizar el aborto, fue presentado por una diputada oficialista y causó estupor en sus propias filas. Acaba de ser aprobado por mayoría en la Comisión de Salud respectiva, a pesar de la furiosa ofensiva ya lanzada por un pacto que reúne a la jerarquía católica, varias iglesias neoevangelistas y algunos templos afroumbandistas. Otro proyecto, también de un diputado del partido de gobierno que llegó a convocar incluso un Foro parlamentario sobre Diversidad Sexual, condena la violencia por orientación o identidad sexual y ya fue aprobado por las dos cámaras, aunque reclama los votos progresistas para aceptar pequeñas modificaciones. Otro diputado, en este caso del Encuentro Progresista, busca legalizar la convivencia de parejas de hecho, pero excluye en el artículo 1º a las del mismo sexo. Y en la Cámara Alta, un proyecto de un senador de la izquierda procura actualmente tranquilizar a la Iglesia Católica y pacta con los parlamentarios más conservadores para cerrar el acceso de las mujeres solas y las parejas de lesbianas a la fecundación asistida, y prohibir toda investigación en clonación y partenogénesis.
¿Cómo debemos interpretar estas adhesiones y boicoteos que cruzan excepcionalmente las divisas tradicionales, y vuelven a sus cauces anteriores cuando retoman los temas económicos y financieros habituales?
En el proceso de aceptación a regañadientes de la diversidad por parte de nuestra sociedad occidental (y no en vano, cristiana), empieza a dibujarse una fina línea divisoria entre los derechos de las lesbianas, gays, travestis, transexuales, bisexuales e intersexuales en tanto individuos que ya existen, y los que pudieran existir en el futuro. Por ejemplo, todo parece avanzar con moderado optimismo cuando el tema es la reducción de la violencia homofóbica, pero el optimismo cede o se despeña rápidamente por la ladera opuesta cuando se intenta consagrar algunos derechos que ayuden a resolver judicialmente situaciones generadas por la convivencia no heterosexual. La reacción se vuelve francamente hostil cuando esa convivencia pretende incorporar niños o niñas por adopción, y adquiere ribetes de “guerra santa” cuando esa extensión es generada (en convivencia de pareja o en soledad elegida) mediante lazos de sangre, o sea, cuando compite de igual a igual con la familia modelo. La “célula básica de la sociedad” se encuentra frente a frente con una nueva “célula”, a la que se intuye como potencialmente “básica” de una sociedad diferente.
El caso particular del proyecto de ley sobre reproducción asistida constituye un ejemplo muy interesante del rol controlador que la ciencia heredó de la religión, cuando el carácter pecaminoso de la sexualidad no reproductiva dió paso en el siglo XIX a su caracterización como patología. El autor del proyecto, el Dr. Alberto Cid, un médico, presidente de su sindicato por varios años, restringe duramente la aplicación de una técnica que, como todos los avances científicos debería beneficiar a todas las personas, condicionándola al cumplimiento de requisitos netamente morales: es para parejas heterosexuales y estériles. Toda otra aspiración a la maternidad, ya sea por parte de parejas homosexuales, mujeres solas (homo o heterosexuales) y mujeres fértiles sin pareja que no quieren arriesgarse a contraer un VIH, ha sido calificada de “caprichosa” en las discusiones dentro de la Comisión y en declaraciones a los medios. No es madre la que quiere sino la que cumple con la versión laica del mandato bíblico.
Si bien el proyecto de ley sobre despenalización del aborto está siguiendo un recorrido propio, lo que está en juego en ambos casos es el derecho de las mujeres a decidir por sí cuándo quieren o no quieren ser madres. Y esta es una cuestión vital para el sistema patriarcal.
La socióloga norteamericana Susan Cavin elaboró una teoría en su tesis doctoral (“Lesbian Origins”, ISM Press, 1985), según la cual el advenimiento del patriarcado no fue un hecho evolutivo ni mucho menos pacífico, sino una auténtica toma del poder, caracterizada por violaciones masivas y sangrientas luchas de competencia entre los mismos violadores. El orden social fue alcanzado a través de la imposición de un orden sexual: a cada hombre le sería asignada una mujer, de cuyo control se haría responsable. El matrimonio heterosexual monogámico habría nacido, según esta teoría, como un instrumento de opresión. El terror de los rectores de la sociedad moderna a la desaparición de la figura paterna en la reproducción, estaría directamente ligado al miedo de perder la supremacía política y económica.
Paradojalmente, la paternidad ha ido perdiendo sistemáticamente su presencia en el marco de la familia tradicional, por la vía de la propia omisión. Pero su vigencia como fundamento social y político parece sostenerse con la mera formalidad. Como en la recurrente fantasía del varón heterosexual que ansía presenciar (o sea, autorizar) un encuentro sexual lésbico, la figuración del padre en el trámite de la reproducción asistida salva el modelo impuesto, aun cuando constituya una simulación. El Dr. Cid y todos los defensores de su proyecto saben que muchas mujeres lesbianas han sido y serán inseminadas presentando a una pareja heterosexual ficticia, pero esa mentira permite demorar la admisión oficial de cualquier modelo alternativo.
Escondido detrás de estos miedos hay otro, que continúa asomando a pesar de los desmentidos científicos de las últimas décadas, que es el de la transmisión genética de la homosexualidad. A falta de unanimidad en las explicaciones sobre si “se nace” o “se hace” sexualmente diverso/a, por las dudas, es importante para el sistema de valores imperante, que “nazcan” o “se hagan” la menor cantidad posible de nuevos/as lesbianas, gays, travestis, transexuales, bisexuales e intersexuales. La reproducción y la educación deben ser preservadas sin contaminación homo-sexual.
En esta heroica tarea, el “eje del bien” que han tendido la Iglesia Católica, las nuevas iglesias evangélicas, la secta Moon y algunos grupos afroumbandistas, están colaborando diligentemente. Hoy el Vaticano y sus instituciones locales cuentan con departamentos de Bioética y su lenguaje tiene un hábil cariz científico. Sus voceros sostienen la condición de persona del conglomerado de células generadas a partir de la fecundación de un óvulo por un espermatozoide, cuando 500 años atrás quemaban en la pira a los médicos que osaban desenterrar cadáveres para estudiar la anatomía humana.
La familia nuclear -la única permitida- es promovida a través de los mitos tejidos en torno a ella, que el Dr. Dante Olivera sintetiza como: el mito de la familia feliz y el mito del desarrollo psicofísico normal del niño.
Sin embargo, la encuesta nacional de hogares nos da una cifra en 1997 del 35% de familias nucleares, muchas constituidas en una segunda instancia, con hijos de otros matrimonios. El resto de las familias son monoparentales o integran a una persona cuidadora con o sin vínculos familiares directos. Es de suponer que la actual crisis socioeconómica ha incrementado aun más estos guarismos.
La realidad es que la familia nuclear no es la única capaz de proveer grados de contención y amor, y que los variados modelos de familias alternativas también pueden proveerlos y a veces en grado superior, al inculcar nociones de aceptación y respeto por todas las formas de vida, solas o compartidas. La maduración del niño/a se produce por la alimentación, el vínculo amoroso, el lenguaje y en las cualidades del sonido de la voz. No se produce a través de la “orientación sexual” de quien lo cría.
Este frente político conservador que articula sus acciones para evitar la destrucción de su modelo, coincide en líneas generales con los partidos tradicionalistas y neoliberales. ¿Qué es lo que inspira a algunos de sus integrantes, especialmente de estos últimos, a pensar y actuar con cabeza propia? ¿Qué ocurre en la izquierda, donde opuestamente, algunos parecen renegar del “progresismo” y adoptar posiciones netamente reaccionarias?
No puede desconocerse un factor electoralista básico. Para los partidos tradicionales, ya en el poder, la oferta de una opción que contemple a las minorías discriminadas puede atraer a una parte de esos electorados discriminados. Para la izquierda, en la mayoría de los casos ansiosa de llegar al poder, la adhesión a principios sexuales y familiares alternativos puede obstaculizar la captación de los votos centristas e indecisos.
Pero, necesariamente debe haber causas menos especulativas para explicar este fenómeno. De hecho, salvo excepciones, el discurso de la izquierda ha evitado abrir posición sobre temas de sexo y género. En la propia Unión Soviética, las posturas de los primeros años, abiertas a revolucionar las costumbres más íntimas, fueron pronto sofocadas por doctrinas más rígidas. Se podría decir que las claves están en los puntos de arranque. La economía, eje central del materialismo dialéctico, no es cabalmente comprendida si la noción de medios de producción no incluye la consideración de los medios de reproducción. Sin una conciencia clara del papel del género en la constitución de las sociedades más tempranas, y de su imprescindible, insoslayable reivindicación en la actualidad, toda teoría y práctica “progresista” recae tarde o temprano en el modelo patriarcal, y poco después, en el capitalismo (su sistema más apropiado). Más que preguntarnos por qué algunos políticos de la izquierda incurren en posiciones homofóbicas, sería más práctico interrogarnos por qué esos individuos han ido a dar a la izquierda, cuando su pensamiento los emparenta mucho más fuertemente con el tradicionalismo.
Al menos en Uruguay, la materialización de una “Red de Mujeres Políticas” hace algunos años, ha hecho posible,en la Cámara de Diputados, alianzas que atraviesan las tiendas partidarias y permiten sacar adelante proyectos de ley de urgente necesidad, referidos a las mujeres.
¿Es posible construir una red similar para promover las reivindicaciones de la diversidad sexual?
¿Deberíamos, desde la propia diversidad sexual, revisar nuestras reivindicaciones para cuidar que no arrastren la semilla de la familia patriarcal?
¿Podría todo ello contribuir a una reestructuración profunda de las ideologías?
Buenos Aires, 31 de octubre de 2002
* Fotógrafa Ponencia presentada en
CIEI – CENTRO DE INVESTIGACIÓN Y
ESTUDIOS INTERSEXUALES