Por mucho que nos duela

Este artículo fue publicado en la revista Cotidiano Mujer Nº25, en 1997. Puede encontrar todas las revistas aquí y los posteriores cuadernos aquí.

El 7 de julio murió la directora argentina María Herminia Avellaneda.

Durante más de 40 años dirigió televisión, teatro y cine. Pero además fue una mujer poco común, capaz de tomarse igualmente en serio la telenovela «Rosa de lejos» que «Romeo y Julieta» de Shakespeare.

Siempre intentó dignificar a la mujer: con su propia vida y con sus obras. Por eso Cotidiano la recuerda hoy, con un lenguaje de mujeres. O al menos lo intenta.

«¿Y ahora dónde estás,

expulsada de todos los paraísos de este mundo,

sin haber encontrado tu lugar ni en el bosque de la cigarra ni en la torre /

de la hormiga.

Y ni siquiera en un páramo de soledad que se amoldara como un hecho resignado /

a tu cuerpo,

como una almohada de renunciamiento a tu cabeza?» / (1)

Te moriste. No como leí por ahí de una enfermedad que comenzó hace 2 años.

Me acuerdo bien. Fue el 20 de agosto de 1993. Ese día fuimos a ver juntas a Liza Minelli en el Luna Park. Hacía pocos días me habías contado por teléfono que te operaban el 25 de agosto. Fue hace casi 4 años. Cáncer. No importa dónde ni cómo, pero sobreviviste a la quimioterapia, a la radioterapia y a todos los que te rodeábamos obligándote a no morirte. Como si a tu vitalidad le hiciera falta. Le llamabas San Sofrán y San Taural a los medicamentos que evitaban las náuseas, y todos los 25 de agosto siguientes al 25 de agosto de tu operación, organizaste una fiesta con tus amigos.

Hacía meses que no te veía. Pero por teléfono me contaste muchas cosas. Tenías millones de proyectos para el teatro, el cine, la televisión. Quizás por eso pensé que vivirías 100 años más. El 28 de setiembre del 93, 33 días después de tu operación, viajaste a Montevideo en el Buquebús y me trajiste de regalo todos los libros de Olga Orozco que encontraste en Buenos Aires (1). Yo había perdido los míos en mis idas y venidas de los últimos años.

Viniste porque decías que el Uruguay te hacía bien. Y seguiste viniendo. Te gustaba «la» Conaprole, «la» 18 de julio, Idea Vilariño, la comida de Montevideo, la gente, los tacheros, la radio uruguaya donde -decías- podías escuchar hablar de Heidegger a un comentarista deportivo. Y te gustábamos unos cuantos amigos con los que -decías- hablabas de cosas que en Buenos Aires era imposible.

Mentira. En realidad eras vos la que hacías posible hablar de cosas imposibles, en Buenos Aires, Villars, Montevideo, París o Pehuajó.

«Ya habrás cruzado lúcida, con tus ojos de

lámpara votiva, /

ese punto de fuga del que hablabas,

donde empieza a invertirse la distancia y a

ensancharse la tierra de la promisión. /

Ahora, cuando podrías enseñarme todos los subterfugios del camino, /

simularás sin duda no saberlos para exaltar las orgullosas tentativas de mis pies /

y erigirme un sitial de reina de mis errores,

igual que de este lado».

Hay un lenguaje del poder: es racional, conciso, claro, fuerte, seguro.

Es el idioma de los vencedores.

Hay otro lenguaje: el de la intuición, la imaginación, la confusión, los atajos, la ternura, la inseguridad, las mujeres.

Todo lo que he leído o escuchado por ahí sobre tu muerte, ha sido escrito o dicho en el lenguaje de los fuertes, aun cuando mucho ha sido escrito por mujeres.

Yo aprendí con vos, el idioma de los débiles y los vencidos. «No hay nadie que sepa tanto como un vencido. No hay nadie que ignore tanto como un vencedor», decía Alvaro Mutis.

Lo aprendí en Buenos Aires, a partir del 79, cuando yo, una exiliada uruguaya de izquierda, te conoció a vos, una argentina de centro, que discrepaba fuerte con la izquierda, aunque tenía la mala suerte de que casi todos sus amigos estaban en ella. Oriental y laica, versus occidental y cristiana, como dijo María Elena Walsh.

Leías «La Nación», te gustaba Raymond Aron, Le Figaro, muchos teóricos de la derecha y sin embargo fuiste mi maestra de tolerancia. Con vos aprendí para siempre que la honestidad intelectual es la más fuerte de las éticas. Y era la tuya. La de siempre respetar al otro, al diferente, al discriminado. Lo que no te impidió pelearte a veces con mucha fuerza por las cosas en las que vos creías y yo no. O viceversa.

No eras una vencida, ni mucho menos una débil. Eras una mujer de «perfil bajo» pero superexitosa. Habías dirigido la carrera de María Elena Walsh, poniendo en escena sus obras infantiles y para adultos. Luego lo hiciste con Susana Rinaldi, en Buenos Aires y en París. Tuviste en tus manos éxitos de locos, como la telenovela «Rosa de Lejos» que llegó a tener 40 puntos de rating (4 millones de espectadores diarios). Para vos no era indigna la telenovela, la hacías con la misma perfección que «La Bahía del Silencio» de Mallea, o «Alfonsina», o Ibsen, o Shakespeare. Te enojabas y recordabas que nadie consideraba superficial a Dostoievsky y él también escribía por entregas. Pero sabías tanto como un vencido. Sabías que la risa es erótica, que el pasto crece también debajo de los eucaliptus si uno tiene paciencia, que vale la pena rescatar dos perras abandonadas en Punta del Este y llevártelas a Buenos Aires con los uruguayísimos nombres de Delmira y Agustina. Tus gatos se llamaban Alfonsina, Chejov, Lenin y -premonitoria, malgré Mauro Viale-, la primera se llamó Samantha y fue la madre de mi gata Marilyn que hoy tiene 15 años.

Sabías que valía la pena, desde los 22 años, pasarte 40 y pico de años dirigiendo tele para dignificarla, sabías ser feminista en los hechos, ser franca, ser protagonista y pasar indavertida.

«¡Hemos andado juntas tantos años palpando las costuras que nos unieron a esta /

trama!

Tú cortaste los nudos y soltaste de un golpe todas las puntadas,/

con ese mismo exceso con que repartías tu pan y te precipitabas en el abismo /

y en la hoguera

-sí, el desmedido amor, la pasión desmedida,

La desmedida inercia frente al rito vampiro de la fatalidad-«.

Hace casi 20 años inventaste «La Bagatelle», una casa quinta de fin de semana en un pueblito abandonado por el ferrocarril a 90 kilómetros de Buenos Aires. Se parecía a Paso, donde naciste. Tenías una legión de amigos que aprendimos con vos a matar yuyos, plantar frutales, pintar paredes, cosechar y comer lechugas coloradas y habas y frutillas, y a veces a enloquecernos porque la acelga era demasiada o los zapallos crecían desmesuradamente. De noche se hablaba de la Argentina, de semillas, de la guerra de las Malvinas, de la maldad de las hormigas, de Borges, de Olga Orozco, de teatro, de vacas embarazadas, de Cunil Cabanellas, de cómo se hacía la manteca o de cómo se hacía televisión en vivo en los años 50 y 60.

Eras excesiva para vivir: invitabas a esa casa a más gente de la que cabía, invitabas a cenar después del teatro a otros miles, compartías como nadie un libro recién leído, podías pasarte toda la noche despierta haciéndolo: recuerdo tu relato de «Santa Evita» y que me perdone Tomás Eloy Martínez pero tu cuento era tan bueno como su libro.

Eras desmesurada para los relatos, también contabas como nadie historias reales y muchas veces pequeñas, que te habían sucedido en un taxi de París donde el tachero era experto en Marta Argerich y Chopin, o en una oficina pública de la provincia donde las telefonistas no te atendían porque «tenían acidez». Relatabas con la voz y con el cuerpo y nos asignabas roles para cumplir en el relato. Ahí también eras actriz y directora. Nos reíamos de tus cuentos hasta llorar y vos también llorabas de risa.

Eras muchas cosas más que no pienso escribir porque además de histriona y excesiva eras también tímida y pudorosa, austera e indecisa.

«¿Alguna vez podríamos tomarnos de la mano,

cuando estemos muy solas,

cuando el pavor recubra con pelambre de tigre todas las ventanas? /

Mi mano, al encuentro de la tuya, no recibe

respuesta, /

como si resbalara por la desnuda y ciega

superficie del espejo que borra.» /

Las crónicas de tu muerte dicen que «la televisión se quedó sin una gran directora» (2)

Es cierto.

Agregan que «lo tuyo pasaba por dejar una huella en la televisión» (3)

Es cierto

Dicen que eras «melancólica, y te reconocías vacilante» (4)

Es cierto.

Agregan que tu «don era el de desentrañar lo que otros tienen dentro, revelarlo para que todos lo disfruten sin promoverte descubridora de nada» (5)

Es cierto.

Sostienen que tu vida no tuvo prejuicios, que «respetaste la libertad con mente de persona libre, e invocaste siempre la dignificación de la mujer» (6)

Absolutamente cierto.

Pero ni ellos ni yo podremos escribir lo que no puede ser escrito: la soledad, el miedo, el pavor, la mano que no recibe respuesta, la biografía de tu alma, la compañía, el valor, el coraje, la alegría, la mano que siempre dio respuestas.

«Y olvídanos junto a la loza rota, los

calendarios muertos, los zapatos; /

olvídanos tiernamente, con esa fervorosa

obstinación que tú sabes, /

pero olvídanos, por mucho que te cueste,

por mucho que nos duela todavía».

Dicen que el lunes fuiste al médico y te mintió diagnosticándote hepatitis.

Dicen que consultaste otro médico, amigo, que volvió a mentirte.

Dicen que estabas muy cansada pero lúcida y optimista.

Dicen que el jueves dijiste «quiero dormir 15 años», pero seguiste bromeando y levantándote a comer con quienes nunca se separaron de tu lado.

Dicen que el viernes te diste un larguísimo baño de inmersión y apretaste fuerte una mano como único signo, descubierto después, de una posible despedida.

Dicen que agonizaste entre el sábado y el domingo, pero sin darte cuenta.

Dicen que el lunes 7 de julio a las 3 de la mañana, te moriste.

Dicen que te enterraron ese mismo día a las 3 de la tarde, porque vos así lo habías dispuesto.

Yo no sé nada. Y si supiera, escribiría igual. Por las dudas.

Sólo sé que no terminé de creer que te moriste.

Ayuda no vivir ya en el mismo país, a 4 cuadras de tu casa.

Ayuda no haber tenido tiempo de llegar a tu entierro.

No ayuda haber ignorado que te quedaban pocos días de vida.

A mí no me ayuda. A vos no lo sé. No creo que te engañaras.

Creo que, como tantas otras veces, vos les dejaste creer a los demás lo que ellos necesitaban creer. Y te despediste como viviste, sin miedo, lúcida, protegiendo a tus amigos, sin avisos, ni últimos deseos, salvo un sandwich de salame que les hizo creer a todos que estabas mejorándote.

Con esa «fervorosa obstinación» que vos sabías, aunque muchos pensáramos que esta vez también «por delicadeza perdiste tu vida». (7)

No sé, pero si vos sabías que te morías y no lo dijiste, quizás no fue sólo por pudor, sino que también fuiste una artista de tu muerte. Seguro fuiste una artista de la vida. Creabas otra realidad, no sólo en el teatro, la tele o el cine, sino también en el living de tu casa, tomando cafés interminables, buscándole siempre sentidos nuevos a la vida. Aunque no los encontráramos. Lo importante era la búsqueda. Ahora que están de moda los libros sobre la«inteligencia emocional» me doy cuenta de cuanto hay en vos de intelectual del afecto, de la amistad, de la solidaridad.

Por eso lo de Orozco, «olvídanos tiernamente, por mucho que nos duela todavía».

Yo no pienso olvidarte, por mucho que me duela para siempre.

Mariela Genta

Notas:

1) A uno de esos libros de Olga Orozco pertenece el poema que transcribo parcialmente,»Por mucho que nos duela todavía» de su libro «La noche a la deriva».
2) y 3) Clarín, 8/7/97
4), 5) y 6) La Nación, 8/7/97
7) Extraído del poema de María Elena Walsh «Como la cigarra»; «Si por delicadeza perdí mi vida, quiero salvar la tuya por decidida».

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