No nos protejan más

Ha causado cierto revuelo (y hasta hay en marcha una juntada de firmas) el artículo 218 del proyecto de ley de Rendición de Cuentas. Su texto es breve: “Modifícase el plazo de protección previsto en el artículo 14 de la Ley número 9.739, de 17 de diciembre de 1937, en la redacción dada por el artículo 7 de la Ley número 17.616, de 10 de enero de 2003, el que quedará establecido en 70 (setenta) años”.

El mencionado artículo 14, donde arranca todo esto, establecía en 40 años la vigencia posmórtem del derecho de autor. Este plazo se extendió a 50 años en la ley de 2003, y, como dije arriba, ahora se pretende estirarlo hasta 70. Pasado ese plazo, la obra pasa a ser “de dominio público”, y los derechos que genera pertenecen al Estado, que los utiliza, por ejemplo, para solventar instituciones como el Fondo Nacional de Música. Y, entre otros beneficios menores, si un grupo de carnaval usa esa música, sus letristas podrán cobrar en AGADU lo que les corresponde por la letra que escribieron.

Una aclaración: nada tiene que ver esto con el copyright, que se refiere a los derechos que tiene una empresa sobre una grabación concreta, y que se extienden por lapsos similares, pero tomados a partir de la edición del disco. Esto también es bastante de terror, al menos en su planteamiento actual sin restricciones.

Por ejemplo, por esta razón, de los discos grabados en vinilo en nuestro país, hoy podemos escuchar apenas una ínfima fracción (ya que nadie puede editarlos mientras una empresa determinada tenga sus derechos, y esa empresa puede decidir, sencillamente, que no le interesa hacerlo). Hay cierta cantidad que sí está disponible en formatos actuales, ya sea reeditados en CD o simplemente pasados a mp3. Los CD son una minoría. El resto debe su existencia al trabajo de gente que se ocupó de digitalizarlos y subirlos a internet (¡horror, piratas a babor!).

Aclaro todo esto porque he leído por ahí que a causa del cambio propuesto, los primeros discos de Los Olimareños, por ejemplo, no pasarían a dominio público hasta dentro de 20 años. No sé de dónde sacan eso. La única modificación vinculada al tema (aparte de la ya mencionada) que aparece en el proyecto actual se refiere a ser permisivo con las ediciones de obras en formatos accesibles a personas ciegas.

Al no saber cuál fue el grupo de presión que logró meter de cayetano ese artículo en la Rendición de Cuentas, la sospecha recae sobre algunas instituciones (AGADU, Cámara Uruguaya del Disco) que, en el caso de ser inocentes, no harían mal en desmarcarse claramente del asunto. Especialmente en el caso de AGADU, cuyas elecciones están tan próximas. Aclarado este punto, vamos al grano. Primero, ¿por qué esa fiebre elongadora? Segundo, ¿por qué no se discute antes con los implicados? Se podría decir: “no hay modo de consultar a aquellos a quienes estamos protegiendo, porque por lo común aún no nacieron”. Es cierto que los beneficiarios, en el mejor de los casos, son los hijos, o más probablemente los nietos o bisnietos de un autor, ya que la modificación se refiere al período que va de los 50 a los 70 años a partir de la muerte de éste. Y en el peor de los casos -lo cual resulta terriblemente más verosímil- a las empresas discográficas. En efecto, los derechos de autor, algo tan sagrado, se venden al vil precio de la necesidad, si es que se puede hablar de “venta” en el caso de una cesión compulsiva. En el caso de autores lo suficientemente exitosos como para interesarles a alguna transnacional, la cesión de derechos viene ya en el contrato. En el caso de las empresas vernáculas que utilizan esa práctica, dicha cesión es opcional, pero su aceptación implica mayor esfuerzo de producción y difusión de ese artista, en desmedro, agrego, de los que no acepten. En resumen, como en todas las negociaciones desiguales, rige el “tómalo o déjalo”; y para muchos artistas la segunda opción implica no existir.

Esas empresas pueden cobrar los derechos así adquiridos hasta que en el país de origen las obras pasen a dominio público. Por eso promueven por todo el mundo que tal situación llegue lo más tarde posible. He escuchado a defensores de esta modificación argumentar cosas como “en el primer mundo son 70 años, acá estábamos atrasados”, sin notar que dicho “atraso” es una ventaja para nosotros, y que, aun si la suerte estuviera echada, al menos habría que intentar dar la lucha. Como si esto fuera poco, ni siquiera es sencillo para el Estado uruguayo cobrar (tras los 50 años de fallecido el autor) derechos que habían sido cedidos o vendidos a extranjeros. Si no, pregunten a dónde va a parar el millón de dólares anuales que genera la uruguayísima “La Cumparsita”. O mejor no, porque son tiempos de integración latinoamericana y ya tuvimos bastantes problemas con nuestros hermanos de allende el Plata.

Con este antecedente, nuestros legisladores harían bien en preocuparse por prohibir la venta de derechos de autor, o como mínimo regularla de algún modo, hoy que está tan de moda regular todo. En lugar de eso, se empeñan en proteger a las discográficas extranjeras, que son las que más lucran con este tipo de medidas (y vaya si lucran, que presionan nada menos que a través del mismísimo gobierno de los Estados Unidos para que el mundo adapte sus legislaciones en beneficio de sus balances). ¿Por qué entonces? No me lo pregunten a mí. Yo no soy legislador, ni discográfica extranjera, hasta donde sé. Pero soy músico, soy autor, y me entero de casualidad, como tantos otros colegas, de la existencia de este artículo. Presten atención y léanlo de nuevo, aquí va: “Modifícase el plazo de protección previsto en el artículo 14 de la Ley número 9.739, de 17 de diciembre de 1937, en la redacción dada por el artículo 7 de la Ley número 17.616, de 10 de enero de 2003, el que quedará establecido en 70 (setenta) años”. ¿De qué habla? ¿Qué se pretende esconder? ¿A santo de qué los legisladores hacen lo que se les canta con nuestro rico o pobre patrimonio? ¿Por qué esa cola de paja, larga como la triste historia de la aplicación (invertida) de las frases atribuidas al prócer de la patria con que nos machacaron el cerebro en la escuela?

Fuente: Guillermo Lamolle, La Diaria

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