Este artículo fue publicado en la revista Cotidiano Mujer Nº43, en 2007. Puede encontrar todas las revistas aquí y los posteriores cuadernos aquí.
Guacira César de Oliveira
Para hacer un debate político sobre la democracia, tenemos que partir de realidades concretas y no de puras abstracciones. La realidad concreta de donde parto es la de América Latina y, más específicamente, la de mi país, Brasil. Estamos, por lo tanto, hablando de la región que sufre los más altos índices de desigualdad del planeta. La concentración de la renta y del poder en nuestro país es enorme.
Hablamos de una región con un pasado colonial y esclavista, donde las relaciones patriarcales, racistas y etnocentristas siempre estructuraron el poder político. Donde la supremacía de los hombres blancos se construyó con la fuerza de los imperios europeos y con la evangelización de la iglesia católica para dominar a los pueblos indígenas autóctonos y esclavizar a las poblaciones africanas traficadas. Donde el fenómeno del mestizaje se concretó violentamente, a partir del estupro colonial, cometido por los hombres blancos contra las mujeres negras e indígenas.
Hablamos de un lugar con un pasado muy reciente de dictaduras militares sangrientas, y de democracias muy jóvenes, de casi dos décadas.
En nuestra modernidad latinoamericana, tan desilusionada, la democracia continúa siendo el reino de los señores blancos. Aunque reconozcan el tamaño de las barreras, las feministas decidieron, hace tiempo, ocupar el espacio de la democracia, reconfigurarlo, redefinirlo: ¡democracia en casa y en el mundo!
Democracia en la vida cotidiana y en el sistema político. ¿Es contradictorio? Sí, pero también es transgresor. Se trata de deshacer la democracia, desnudando todas sus insuficiencias y denunciando su forma de operar para mantener y reproducir el mismo orden injusto y autoritario; y, al mismo tiempo, radicalizar la democracia para poder conducir el proceso de transformación social.
La estrategia subversiva del feminismo, que tanto se identifica con la lucha por la democracia, como continuamente separa sus límites es exactamente lo que le confiere autoridad política para enfrentar la crisis actual de la propia democracia en América Latina. El sistema democrático está en jaque porque sus instituciones son incapaces de dar consecuencia a los valores fundamentales de libertad, igualdad, solidaridad. Basta constatar el grado y la concentración de la riqueza y el poder que se alcanzó durante la vigencia de los recientes regímenes democráticos en nuestra región.
Antes que nada, es necesario considerar la destrucción producida por el actual sistema de acumulación en relación a las instituciones de la democracia representativa, dado que fue por esta vía democrática que se realizaron reformas neoliberales profundas en el Estado y en la economía, razón del enorme descreimiento de la clase política y de la propia política en la actualidad.
Las privatizaciones, la flexibilización de las relaciones laborales, la reducción de los gastos sociales, la reducción del papel del Estado en la garantía de derechos, fueron medidas llevadas a cabo en las últimas dos décadas, en plena vigencia de los regímenes democráticos.
Para los ciudadanos, de una manera general, esto significó desempleo, mayor desequilibrio en las relaciones entre capital y trabajo, precarización de los servicios públicos, pero para las mujeres, en particular, estas medidas implicaron una transferencia de la esfera pública hacia la esfera doméstica de una parte importante de las responsabilidades sociales y, sobre todo, la frustración de las expectativas políticas en términos de bienestar social, porque de verdad, nunca hubo un Estado de Bienestar Social en América Latina.
Sin embargo, fue el establecimiento de un régimen democrático, con todas sus insuficiencias, lo que nos permitió como feministas trabar luchas importantes para establecer un nuevo marco legal de combate a la violencia doméstica y sexual contra las mujeres; nos abrió espacios de disputa en torno a los derechos sexuales y reproductivos; nos posibilitó afirmar los derechos de las trabajadoras y buscar medidas de acción afirmativa en el mercado de trabajo y para la participación política de las mujeres.
Fue el establecimiento de ese régimen democrático lo que hizo posible enfrentar las disputas políticas y conducir al Poder, por el voto, a nuevos presidentes y una presidenta, que representan partidos políticos y coaliciones que se construyeron en la lucha contra las varias formas de opresión y las dictaduras militares en nuestra región. Por primera vez, tenemos una mujer al frente de la presidencia de Chile, un indígena en Bolivia, un obrero en Brasil, un negro en Venezuela, electos o reelectos con más del 60% de los votos.
Pese a estos cambios, la presencia de mujeres en el Parlamento Brasileño no supera el 9%, la presencia de afro descendientes (aunque no haya datos oficiales) no llega al 5%, cuando representan el 43% de la población. Indígenas simplemente no hay. Los segmentos, históricamente desposeídos de derechos, no están en los ámbitos de decisión.
No hay duda acerca de los límites de esas conquistas. La concentración de poder continúa correspondiendo a la concentración de la riqueza. El Estado tiene un compromiso enorme con el sistema capitalista. Los gobiernos que están al frente continúan, en términos sustantivos, manteniendo el orden neoliberal.
La deuda pública, interna y externa, de nuestros países es enorme. A excepción de unos pocos, como es el caso de Venezuela. La opción de priorizar el ajuste fiscal, viene reproduciendo la pobreza y las desigualdades sociales, dada la negligencia y la subalternización de las políticas públicas orientadas al pleno ejercicio de los derechos humanos, económicos, sociales, culturales y ambientales de la ciudadanía. Al final, las políticas públicas son vías esenciales de acceso a los derechos, a la sobrevivencia de las poblaciones pobres, discriminadas y marginadas.
En Uruguay cerca del 90% del presupuesto está comprometido con la deuda. En Brasil, el 60% de la recaudación fiscal está comprometido con amortizaciones e intereses de las deudas públicas interna y externa. Para tener una idea, los programas de transferencia de renta para las familias pobres, desarrollados por el Estado, transfieren a este sector de la sociedad apenas el 10% del montante de recursos públicos que transfieren a los acreedores de la deuda pública.
La disminución de la esfera pública, provocada por la usurpación de los recursos y del poder público, tanto por la corrupción, por la privatización, como por el fraude de la representación política, es un elemento que se destaca sobre los límites estrechos de la democracia liberal.
La democracia representativa liberal es superficial y de baja intensidad para lidiar con los enormes conflictos que la realidad latinoamericana nos enfrenta. A los movimientos feministas y de mujeres no les interesa la inclusión en este mismo orden. Queremos cambiarlo. Es necesario democratizar las instituciones representativas, inclusive y, especialmente, porque este es el principal espacio de decisión de conflictos sociales, económicos y de intereses.
Pero es necesario mucho más que eso para radicalizar la democracia. El poder de la ciudadanía nunca puede ser totalmente delegado, le pertenece a la ciudadanía. Por eso, es necesario crear y fortalecer los espacios de participación y control social sobre el Estado, sobre las políticas y los recursos públicos. Se deben crear y fortalecer mecanismos de democracia directa, como plebiscitos, referendos y consultas populares, que creen condiciones para que la ciudadanía se exprese soberanamente.
Sin embargo, la base de todo esto es una sociedad democrática. Es necesario democratizar a la propia sociedad. Creemos que los movimientos de mujeres, así como otros movimientos sociales pueden, con autonomía política, vocalizar y procesar lo que el sistema representativo ya no puede procesar.
Aunque estén comprometidos con la afirmación de los derechos y la promoción de la igualdad, los movimientos sociales no están libres de conflictos y hasta antagonismos, de desvíos sexistas y racistas, por ejemplo. “Consolidar, en los propios movimientos sociales espacios que se destaquen por la equidad de género y étnico racial, que sean capaces de dialogar, confrontar ideas, proyectos, propuestas de alianzas, prioridades de lucha para superar las insuficiencias teóricas y políticas de cada uno de estos sujetos políticos, aún es un desafío” (Betânia Ávila).
Pero, finalmente, el diálogo aunque inicial, abrió algunas sendas en el camino de la afirmación de la diversidad, de reconocimiento de las identidades culturales y políticas.
En síntesis, en la lucha democrática por la afirmación de derechos y promoción de la igualdad, no hay por qué delegar esta tarea a otros. Hay que ser sujeto político, actor político, ciudadano /ciudadana, en una esfera de equivalencia democrática, alejando el riesgo de mantener y/o reproducir desigualdades y privilegios. Tal concepción tiene un potencial crítico relevante, en la medida en que inviabiliza los modelos prontos, construidos de arriba hacia abajo, y concentra esfuerzos en la articulación del proceso político que desencadena la transformación social.
La acción política, a partir de los movimientos, tiene el potencial de ampliar el espacio público y de enfrentar la creciente irrelevancia de la política dentro de la dinámica capitalista. Irrelevancia que se revela, como destaca Francisco de Oliveira, en el hecho de que las grandes cuestiones y decisiones pasan por fuera del sistema representativo y no están al alcance de las instituciones que la democracia liberal creó para vehicular esta reivindicación de parte de los que no tienen parte.
La acción política tiene el potencial para enfrentar el problema de la reducción del poder político al poder económico, fenómeno que, como vimos, redujo el poder de cambiar el voto. El mercado financiero, por ejemplo, puede declarar la quiebra de un país o, con la amenaza de hacerlo, exigir superávit primario en las cuentas fiscales del Estado. Y si la exigencia no se cumple, movilizar por la divulgación del riesgo país, provocando la represalia inmediata del mercado, como la fuga de capitales o la reducción de las inversiones.
El desafío es transformarnos como movimiento, al mismo tiempo en que transformamos el mundo. ¡Es mucho! Pero parece que el daño es de tal dimensión que no se puede ser menos. Nuestra acción en la esfera pública tiene que ser capaz de cuestionar y al mismo tiempo rearticular el interés de la sociedad, tiene que afirmar nuestras propuestas y disputarlas en la arena política, donde diferentes sujetos de la transformación social actúan en un trayecto – es duro decirlo- imprevisible e indeterminado, porque no hay una luz en el fondo del túnel.
El feminismo tiene el desafío de pensarse y de organizarse como movimiento. En el proceso de diálogo entre los feminismos construidos entre las organizaciones de mujeres negras e indígenas, lesbianas, sindicalistas, de trabajadoras rurales, de académicas, de trabajadoras domésticas, hay muchas divergencias que, felizmente, nos viene trasladando y permitiendo nuevos alineamientos: el feminista antiracista, la alianza de parentesco entre negras e indígenas, por ejemplo, revelan que el esfuerzo del movimiento para enfrentar sus fragmentaciones, divisiones, barreras de identidades y conflictos de intereses, logra avanzar.
Un gran desafío para nuestro movimiento es transponer los límites del pensamiento político más allá de las identidades y abarcar la angustia de ser negra, ser indígena, ser lesbiana, sobre explotada en el mercado laboral o excluida de él. Tenemos que afirmar y valorar las diversas perspectivas que se construyeron a partir de la elaboración y de la acumulación traída por las mujeres en sus diferentes inserciones políticas, sin homogeneizar la opresión en un ser mujer genérico.
Se trata de realizar operaciones que sean capaces de lidiar con nuestros conflictos y contradicciones, de reconocer los campos de fuerza, referencias y capacidades y enfrentar las desigualdades y jerarquías en el propio movimiento feminista. La tarea consiste en incitar procesos de negociación y traducción políticas, desafiando al pensamiento a superar la aritmética simple de la suma entre diferentes fuerzas políticas, para que podamos llegar a resultados más complejos.
El desafío es el de transformar el mundo mientras nos transformamos a nosotras mismas, además de desarrollar estrategias políticas para el fortalecimiento del propio movimiento y también tener estrategias para estar frente y junto a otros movimientos sociales. Porque esta articulación puede construir una arena política más vigorosa. Pero, para eso, es necesario luchar contra las jerarquías que se establecen entre las luchas, dentro de los espacios de los movimientos sociales. Uno de los desafíos del feminismo, por eso mismo, es fortalecer sus principios para no diluirse. Es conservar su autonomía política y ser capaz de moverse en un contexto de crisis con el sentido y por los caminos que el análisis feminista conduce.
Tengo la impresión que de estas confluencias, entre nosotras mismas y con los otros, pueden surgir las condiciones para una crítica mucho más consistente al sistema capitalista, al etnocentrismo, al racismo, al patriarcado, que posibilitarán al feminismo, como movimiento, enfrentar, con la radicalidad que el movimiento político exige, las relaciones dominantes de poder y construir alternativas para que otros mundos mejores sean posibles.