Este artículo fue publicado en el Cuaderno Nº11 de Cotidiano Mujer, en 2014. Puede encontrar todas las revistas aquí y cuadernos aquí.
Mariana Mosteiro
Mauro Tomasini
(Coordinadores del Área Seguridad Democrática y DD.HH. SERPAJ)
Las niñas y adolescentes que ingresan al Sistema Penal desarrollan prácticas de ilegalidad como todos los adolescentes que buscan legitimidad. En esta etapa de su vida definen y modifican sus límites permanentemente con ellas y con el mundo que las rodea. Resuelven las tensiones según sus capacidades y herramientas. Muchas de estas prácticas de ilegalidad son aleatorias, inconstantes, y no construyen una identidad que reorganiza su yo. Por eso, la mayoría que comete delitos no tiene cimentada una identidad delincuencial. Las niñas y adolescentes mujeres que pueblan el Sistema Carcelario Juvenil, cargan con estereotipos y representaciones que las definen como sujetos peligrosos, tanto en relación al universo de la seguridad, como de los valores dominantes.
Los discursos que legitiman ciertas prácticas culturales para determinados universos de niñas y adolescentes mujeres de nivel socioeconómico medio y alto, se eliminan para aquellas que viven en situación de riesgo y precariedad continua. La anormalidad de las prácticas en unas se vuelve normalidad en otras. Unas padecen el estigma de las subculturas juveniles relacionadas con la delincuencia (de forma errónea), otras entran en el intercambio social y simbólico, con legitimidad y aceptación social. Para unas: el castigo, violencia y privación; para otras: respuestas terapéuticas integrales acorde a derechos. Las niñas y mujeres que soportan los estigmas de desacreditación social y discriminación son las clientas predilectas del Sistema Penal. Como dice Duschatzky1, el delito brinda la ilusión de romper con la inercia cotidiana, de adueñarse de algún modo del devenir de la existencia, de decidir.
Ellas son judicializadas por delitos predatorios, callejeros, de poca monta. El delito, la violencia, el baile, el consumismo, el consumo de drogas, el liceo y la escuela forman parte de una serie discursiva que tiene el mismo estatus y estructura que la experiencia de su cotidianidad.
Los mecanismos y tácticas de gobiernos que construyen las instituciones de encierro no deben leerse como parte atomizada, sino como parte del ejercicio del poder sobre la vida de determinados universos juveniles. El Sistema Penal nos dice más del sentido que le otorgamos al proyecto de sociedad que pensamos que a las prácticas judiciales en concreto. Produce y reproduce socialmente la sensibilidad dominante. Hoy en día,la punitividad enfocada contra niñas, niños y adolescentes, formando parte de la cadena punitiva (policíajusticia- encierro) que gestiona la exclusión social.
Un sistema adultocéntrico, androcentrista y patriarcal
Si bien desde hace varias décadas se ha avanzado sustantivamente en promover, garantizar y consolidar la igualdad de género, todavía resta por conseguir que las mujeres gocen plenamente de sus derechos. Este cambio además cuestionaría significativamente el orden dominante, el cual se sigue estructurando en una visión patriarcal, vertical y androcentrista. El sistema penal y la cárcel (como subsistema del mismo) se encuentran insertos en él y no sólo son productos del universo masculino sino que fueron creados y pensados únicamente por y para varones. Por las características del encierro y sus consecuencias tangibles y simbólicas, el sistema carcelario no sólo reproduce las desigualdades de género, sino que podemos afirmar que las profundiza.
Como afirma la Doctora María Noel Rodríguez2, las mujeres privadas de libertad, al ser recluidas bajo un modelo inspirado y que responde a las necesidades y realidades masculinas, ocupan una posición secundaria y sufren menoscabo en el reconocimiento de los derechos y las libertades propias de su condición de género. El sistema penitenciario refuerza la construcción de género y, por consiguiente, mantiene las diferencias sociales que resultan en desventaja para las mujeres, cuyas necesidades son relegadas en las prisiones, como ocurre en otros espacios.
Las mujeres sufren la reclusión -no sólo por el encierro en sí mismo- sino por verse impedidas de cumplir el rol que la sociedad les ha asignado; los cuidados de dependientes (tanto niños como adultos mayores), relegarse a los espacios privados y cumplir con los estereotipos construidos sobre la mujer. Las consecuencias no sólo se ven en la propia reclusa, también se puede observar cómo operan estos constructos sociales y culturales en su entorno más próximo. Basta ir un día de visita para ver el aislamiento, la rotura de los vínculos con la familia y la soledad en la que se encuentra una mujer privada de libertad. Lo opuesto sucede en el caso de los varones quienes reciben visitas de sus madres, compañeras e hijos/as. En este sentido, la antropóloga Marcela Lagarde, dice en su libro «Los cautiverios de las mujeres3» que aun cuando para ambos géneros la prisión tiene como consecuencia, además del castigo, el desarraigo y la separación de su mundo, para las mujeres es mucho mayor, ya que la mayoría son abandonadas por sus parientes en la cárcel. Ser delincuente y haber estado en prisión son también estigmas y culpas mayores para las mujeres. Las ex convictas quedan estigmatizadas como malas en un mundo que construye a las mujeres como entes del bien y cuya maldad es imperdonable e irreparable.
La prisión de niñas y adolescentes no sólo se encuentra afectada por las desigualdades de género, también está atravesada por una perspectiva adultocéntrica del sistema penal en su conjunto. Si bien a partir de la Convención de Derechos del Niño refrendada en el Código de la Niñez y la Adolescencia se consideran sujetos de derechos; el programa cultural y social vigente concibe al delito únicamente relacionado al mundo adulto y en algunas ocasiones los niños, niñas y adolescentes continúan siendo objetos de intervención.
El paradigma integral y de responsabilización no se refleja plenamente en nuestro actual sistema de responsabilidad penal juvenil. Dentro de la cárcel de niñas y adolescentes se desarrollan dispositivos de control y dominación exacerbados, siendo un buen ejemplo el abuso en el suministro de medicación con el objetivo de disciplinar las conductas. No debemos olvidar que siguen siendo adolescentes las que se encuentran en un modelo que utiliza el encierro como “medida socioeducativa”. Otro aspecto fundamental es la reproducción de las representaciones y roles adjudicados social y culturalmente por género, traducido en las ofertas identitarias respecto al trabajo, la maternidad y las trayectorias educativas.
En este sentido, las jóvenes acceden a talleres y cursos de peluquería, bordado, costura, entre otros, y se enfatiza su función de mujer asociada principalmente a la maternidad. Pues como afirma la abogada Carmen Antony4, la prisión para la mujer es un espacio genéricamente discriminador y opresivo, que se expresa en la desigualdad en el tratamiento que reciben, el diferente sentido que el encierro tiene para ellas, las consecuencias para su familia y la concepción que la sociedad les atribuye.
Por todo lo mencionado, las niñas y adolescentes mujeres que ingresan al Sistema Penal, son desacreditadas socialmente por ser mujer, joven, de nivel socio/económico bajo, que invade el universo del delito enteramente masculino. El sistema marca en sus cuerpos, subjetividades y voces esas representaciones y por eso, no solo reproduce la relación de desigualdad –en sus diversas dimensiones- sino que también produce los propios sujetos pasivos de esa relación.
Espacios de castigo
Las técnicas de intervención y de control en una cárcel se desarrollan en dos dimensiones: el tiempo y el espacio. A partir de ellas se construyen los regímenes de vida por parte de todos los operadores del sistema: funcionarios, administrativos, maestros, profesores, médicos, etc. Construyen reglamentos invisibles y desconocen reglamentos formales de convivencia y derechos. Cada día forma parte de un espacio practicado y sostenido en la incertidumbre. Lo que posibilita desarrollar un programa de mortificación del yo, donde la fijación espacial es parte de la estructura de sensibilidad que se impone. La desintegración del individuo comienza desde el ingreso a la institución (“bienvenida”).
Características sociodemográficas de las niñas y adolescentes privadas de libertad en Uruguay*
Población: Son el 7.6% de la población de niños, niñas y adolescentes privados/as de libertad. Reafirma el concepto del delito o infracción asociado al mundo masculino.
Territorio: Casi el 60% vivía en Montevideo antes de estar privada de libertad. Le siguen San José y Canelones. Se registró una adolescente extranjera. Delitos característicos de área metropolitana.
Hogar: El 81.6% vivía en hogares particulares, la mayoría monoparentales con jefatura femenina (37.4%), seguidos por hogares con familias nucleares. Tres de las jóvenes se encontraban en hogares de amparo y cuatro en situación de calle.
Educación y trabajo: Ciclo básico incompleto (49.7%). Adolescentes que completaron la escuela primaria (26.3%). El 51.6% se encontraba trabajando. Cuidado de niños/as y adultos mayores y sector servicios. La gran mayoría sin beneficios y prestaciones sociales.
Maternidad: Un 22.1% de las adolescentes internadas tiene hijos/as, la gran mayoría viven con sus madres en el centro.
Reincidencia: El 26.3% había estado previamente recluida (menor que % de varones)
* Los datos fueron extraídos de una encuesta aplicada a las adolescentes en febrero de 2014
Para el caso de las mujeres, el espacio se construye desde su negación. Por un lado, porque el sistema no incluye a las mujeres dentro de su planificación e ingeniería institucional, y por otro, porque los gobiernos institucionales que ejercen el poder utilizan el espacio como lugar propicio para desarrollar el orden, y por lo tanto el castigo. Si bien esto también sucede en los centros que alojan adolescentes hombres, en los centros de adolescentes mujeres es particularmente importante el dominio del espacio. Sobre todo el dominio del micro-espacio.
Por tal motivo la violencia institucional se desarrolla de diferentes maneras al universo adolescente del hombre. En este sentido –con las mujeres- el castigo se lleva adelante por instrumentos no materiales más que por violencia física y por la utilización perversa de la fijación espacial como instrumento central de los mecanismos de disciplinamiento.
Lazos solidario
Las estrategias de supervivencia están presentes en todos los grupos sociales. Cada grupo produce una manera de vincularse, comunicarse, entenderse buscando su reproducción. Todos los adolescentes construyen su sistema de valores adhiriendo a una subcultura juvenil. Los adolescentes hombres y mujeres que se encuentran recluidos no son ajenos a ello. Para ellos los arreglos familiares no están presentes o lo hacen de mala manera a lo largo de su trayectoria de vida, lo cual genera un vacío que el grupo ocupa. Los grupos son usinas que producen códigos y valoraciones que estructuran la experiencia del sujeto. En este sentido, romper con códigos construidos al interior del grupo vuelve más grave la acción que si se violaran dispositivos o reglas institucionales. De igual manera debemos entender los lazos de solidaridad y confianza que se dan entre pares encerrados. Tamizados por supuesto por la analogía de socios o compañeros de aguante en el delito. La fraternidad se torna un dispositivo de mayor protección simbólica que los lazos familiares, institucionales y sociales. En general los valores de solidaridad entre adolescentes mujeres privadas de libertad están relacionados con valoraciones y discursos subalternos.
Las prácticas de solidaridad están más presentes con aquellas adolescentes madres, puesto que su condición es un rasgo de identidad y prestigio en esta clase social. De igual manera la violencia interpersonal se dirige en mayor medida contra aquellas adolescentes que no cumplen con su rol de madres. La solidaridad y confianza son elementos que están presentes entre las adolescentes encerradas, construyen su sistema de valoraciones según su trayectoria de vida, al igual que cualquier adolescente.
1 Duschatzky, S; Corea, (2011). “Chicos en banda. Los caminos de la subjetividad en el declive de las instituciones”. Buenos Aires, Paidós.
2 Rodríguez, M. N. (2004). “Mujer y Cárcel en América Latina”. Ilanud.- Costa Rica. En: Violencia Contra las Mujeres Privadas de Libertad en América Latina. Due Process of Law Foundation.
www.cejamericas.org/nexos/41/es/images/mujer- carcel-america-latina.pdf ( pp. 13 y 14)
3 Lagarde, M. (1993). “Los cautiverios de las mujeres: madresposas, monjas, putas, presas y locas”. México DF: Universidad Nacional Autónoma de México.
4 Antony, C. (2001). “La mujeres confinadas”, Santiago de Chile: Editorial Jurídica de Chile.