Este artículo fue publicado en la revista Cotidiano Mujer Nº41, en 2005. Puede encontrar todas las revistas haciendo click aquí.
Publicamos las palabras de L.G.
Ocurrió en la Biblioteca Nacional iniciando el ciclo “Los viernes de Brecha”. A la misma mesa se sentaron el rector de la Universidad Católica del Uruguay, P. Antonio Ocaña; el vicepresidente del CODICEN, Prof. José Pedro Barrán; el Psicoanalista Dr. Marcelo Viñar; el Pastor Oscar Bolioli, presidente de las Iglesias Metodistas en Uruguay y la periodista Lucy Garrido, integrante de Cotidiano Mujer. Los expositores reflexionaron en torno a la propuesta “Laicidad, antídoto contra los fundamentalismos”.
Quisiera aclarar que no estoy sentada acá, de este lado, porque mi conocimiento sobre el tema lo merezca. He leído alguna que otra cosa sobre la laicidad, pero no soy una especialista. Lo más importante lo aprendí en la Escuela No. 83, en una de las tantas escuelas públicas, laicas, gratuitas y obligatorias, y como le pasó a casi todos los uruguayos y uruguayas, crecí con esa tranquilidad. La educación pública y laica es un espacio para que dialoguen los diferentes y todos nos reconozcamos como iguales en cuanto a derechos.
A esta altura, creo que todos nosotros debemos haber incorporado en el “conocimiento genético“ que la laicidad garantiza la pluralidad de creencias y convicciones, que la laicidad garantiza la libertad de predicar y criticar. Y sobretodo, que la laicidad garantiza que las decisiones públicas no estén determinadas por la moral dominante de uno u otro culto, de una u otra creencia. Dice Norberto Bobbio que El espíritu laico no es en sí mismo una nueva cultura, sino la condición para la convivencia de todas las posibles culturas. La laicidad expresa más bien un método que un contenido.
Convencida como estoy de que vivo en un país laico, me llamó tanto la atención que la esposa del presidente fuera al entierro del Papa “simbolizando el dolor y el amor de los uruguayos“ que no pude evitar escribir el artículo “No en mi nombre”, razón por la cual, me parece, estoy sentada en esta mesa como podría estar cualquiera de ustedes.
Yo no creo, claro, que la esposa del presidente quiera atentar contra la laicidad, ni que el Uruguay deje de ser laico porque en nuestra embajada en el Vaticano se de una misa, o que deje de serlo porque se cambie la estatua del Papa de lugar ni porque el presidente almuerce con el arzobispo. Pero si a esto le sumo que todos los ediles del Frente Amplio, contra sus propias convicciones, votan a favor del traslado de la estatua, y que al salir del almuerzo el presidente dice que va a vetar la ley de defensa de la salud reproductiva, entonces sí, entonces me alarmo porque me parece que los principios de libertad y de igualdad que son la base del estado laico, se ponen en entredicho. Pero no solo porque una religión termina teniendo más peso que las otras, sino porque el dogma en el que creen unos, termina imponiéndose como verdad para toda la ciudadanía. En nuestra región, la iglesia católica hegemonizó en el pasado, y pretende seguir haciéndolo en el presente, el universo simbólico de toda la población imponiendo sus creencias y sus valores a la sociedad entera.
A mediados de los 80 la democratización trajo el reconocimiento del pluralismo y la diversidad y nuevos actores políticos demandaron más derechos humanos, derechos sexuales y derechos reproductivos. Sin embargo, la lucha de las feministas y de gays y lesbianas en el Uruguay, en este país laico, muestra que la injerencia de la iglesia católica sigue, como dice Line Bareiro, “convirtiendo en delito lo que para ella es pecado“ y se invocan poderes divinos que niegan la igualdad y la autonomía de las personas.
El debate sobre el estado laico implica, por un lado, el derecho de las personas a decidir con total autonomía sobre sus cuerpos y sus vidas, y por otro, nos enfrenta a corporaciones de poder que pretenden que las normas que rigen para sus integrantes se impongan al conjunto de la sociedad gracias a su injerencia sistemática en la decisión de los gobiernos. Pero sucede que el estado es el que debe articular los diferentes sectores, particularidades, los distintos intereses y afinidades que componen la sociedad, y debe hacerlo en igualdad ante la ley.
Ya sabemos cómo es cuando el poder político y el religioso se juntan. Millones de crímenes se cometieron con la bendición papal. Sin embargo, no vengo a hablar en contra de la iglesia. No vengo a recordar que la iglesia caritativa y solidaria es también la iglesia de la conquista de América, la de la quema de brujas, la de la Inquisición, la que exterminó a los Hugonotes en París, la que en nombre de Dios cruzada tras cruzada mataba y mataba infieles. No vengo a hablar en su contra, pero tampoco voy a callarme cuando en pleno siglo XXI esta misma iglesia insiste en llamar enfermos y endemoniados a los homosexuales o criminales a las mujeres que deciden abortar mientras corre un “tupido velo“ sobre las acusaciones de pedofilia y violación que pesan sobre ella.
La actitud, la política de la iglesia católica oponiéndose al uso del condón para prevenir el HIV/SIDA, oponiéndose a que el estado provea servicios de información en educación sexual para adolescentes, oponiéndose a la legalización del aborto, al uso de los anticonceptivos, etc, etc, etc., cuando la ejerce hacia sus feligreses no es un problema nuestro: allá ella y sus feligreses. Pero cuando pretende que el estado todo, que todos nosotros actuemos como católicos, está yendo contra derechos humanos ya consagrados en pactos y convenciones internacionales que Uruguay firmó y se comprometió a respetar. Line Bareiro y Patricio Dobreé en el artículo “Estado laico, base del pluralismo” nos recuerdan el artículo 12 de la CEDAW que dice: Los Estados Partes adoptarán todas las medidas apropiadas para eliminar la discriminación de la mujer en la esfera de la atención médica a fin de asegurar, en condiciones de igualdad entre hombres y mujeres, el acceso a servicios de atención médica, inclusive los que se refieren a la planificación familiar.
El Estado laico no resuelve la pobreza ni paga la deuda externa. Pero es una condición fundamental para que la democracia y los derechos se amplíen y redunde en una mejor calidad de vida para toda la población. En un Estado laico el espacio público es plural y diverso y la legitimidad deriva de las argumentaciones políticas y no de verdades reveladas. En la iglesia, en cambio, el debate libre no existe, existe el dogma. Y me parece muy bien: quien crea en eso que lo practique. El problema empieza cuando la iglesia cree que puede saltar al espacio público y demandar financiamiento para la enseñanza religiosa, conseguir exenciones de impuestos, o decirle a la ciudadanía toda, la católica y la no católica, qué tiene que pensar, cómo debe vivir, a quién debe amar. El problema empieza cuando los gobernantes permiten que para cumplir esa “misión divina” la iglesia utilice como vehículo las políticas públicas.
Y el problema se agrava cuando el presidente de todos los uruguayos y uruguayas pone sus creencias personales por encima de la voluntad de los legisladores y de la ciudadanía y, por las dudas que la autonomía ciudadana y la autonomía del poder legislativo insistan en legislar a favor de la legalización del aborto, anuncia su veto sin siquiera esperar a que el nuevo proyecto de ley vuelva a presentarse.
Yo aborto, Tu votas, Él veta. Y mientras tanto, sigue rigiendo la ley del 38 que nadie cumple y se le sigue negando a las mujeres que son tan ciudadanas como los hombres, el derecho a la libertad, la autodeterminación y la integridad física. Creo que la palabra clave es respeto. Yo, de verdad, respeto mucho las creencias religiosas, filosóficas, de cualquier persona y por supuesto también las del señor presidente, mientras no avasallen las de todos los y las ciudadanas. Pero la laicidad se pone en peligro cuando no se respeta la autonomía moral y ética de los demás.
Como dice Javier Sádaba, El fundamentalismo tiene muchas caras pero hay una que lo retrata: la seguridad desde la que habla. El fundamentalista no se limita a justificar sus ideas o sus acciones, cosa que todo el mundo ha de hacer sino que, sentado en la roca firme de su fundamento, juzga a los demás con arbitraria superioridad. En una época de desconcierto general, en la que crecen juntos la pobreza extrema y el conocimiento de la genética, la desorientación política permite que fundamentalismos de todo tipo se presenten como los salvadores del relativismo. Dios nos va a dar certezas, seguridad y valores auténticos. Pero ya no estamos en la Edad Media, y la sociedad laica es la única que garantiza que cada vez seamos sujetos más pensantes, más dignos, más autónomos, más morales.