Este artículo fue publicado en la revista Cotidiano Mujer Nº38, en 2002. Puede encontrar todas las revistas aquí y los posteriores cuadernos aquí.

Allá en las zonas de donde yo vengo, blanco era blanco y negro era negro, pobre era pobre y rico era rico. Todos católicos, menos nosotros y tres gatos más, que el cura italianoadoraba demonizar.

El sandwich de mortadela era la suprema delicia de la merienda en la escuela, cuando nuestra pobreza me permitía unas monedas para gastar en la panadería. Mejor que eso solo las manzanas argentinas que comía escondida en el baño de la escuela “para no provocarle las ganas a los otros” decía la profesora. Escuela pública, de antes de la universalización de la enseñanza, allí aprendí todo lo que sé.

La ciudad estaba cercada de cañas de azúcar y de naranjas. Después se instaló la primera fábrica de jugos para la exportación, todas las tardes subía el dulce aroma de la cáscara de naranja y hasta hoy no sé qué era lo que hacían con ellas. La caña era cuidadosamente descascarada y picada en pedazos tan pequeños que cabían enteros en la boca. De ellas se extraía el jugo que por allá tiene hasta hoy el bello nombre de grapa.

Seguía mansa la vida. Mi madre traía tejidos de la tienda de mi abuela que vivía en otra ciudad. Los llevábamos juntas a la costurera, que los traansformaba en figurines de revista. La modista vivía al lado del cuartel del ejército, con su marido ferroviario y muchas hijas. Me fascinaba la cantidad de telas, retazos, adornos, moldes de papel, cintas métricas y carreteles de hilo coloridos amontonados por todos lados. Se entreveraban niñas, perros, café y el olor del guiso de arroz.

Un día, al llegar a la escuela, supe que los profesores estaban en huelga. Hoy no tuvieron clases. Y no tuvieron por meses y meses. Después fueron los ferroviarios, en asamblea permanente en un galpón del centro de la ciudad. Mis padres participaban de brigadas solidarias que preparaban sandwiches de queso para los huelguistas.

Hasta aquél día. La ciudad se llenó de soldados. Finalmente, se tomó la iniciativa de poner orden en este país – escuchaba a mi profesora- “estudiantes y sindicalistas sólo quieren armar líos.” Era diciembre, pero los días eran grises y yo sentía un frío en la barriga.

Cuando volvimos a ir a la costurera, supimos que el marido estaba preso en el cuartel vecino a su casa. ¿Por qué? pregunté, espantada, pues para mí la cárcel era cosa de ladrones y borrachos. Nadie respondió. A mi padre lo llamaron para un interrogatorio. Volviódefendiendo a los milicos que siempre había despreciado y ridiculizado.

Mi vida continuó sin sobresaltos, pero nunca más fue la misma. Aunque no entendiese lo que pasaba sentía el miedo, la vigilancia constante, veía a los viejos mostrando sus documentos a soldados adolescentes y aprendí que los adultos tenían siempre que probar quiénes decían ser.

Luego se preocuparon de que yo entendiese. Una nueva materia fue incluida en la currícula escolar. Se llamaba Educación Moral y Cívica. Entendí.

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