Este artículo fue publicado en la revista Cotidiano Mujer Nº34, en 2001. Puede encontrar todas las revistas aquí y los posteriores cuadernos aquí.
Luis Pérez Aguirre S.J.
«El estado de salud de las mujeres es una vidriera
donde se exponen las desigualdades que padecen las mismas mujeres».
(Girls and Women: A UNICEF Development Priority, 1993).
La Comisión mundial sobre la salud de las mujeres, creada por la Asamblea mundial de la salud en 1992 para defender la salud de las mujeres, estima que es indispensable considerar la salud de las mujeres desde una óptica del conjunto de la vida, es decir, no sólo a través de las diferentes etapas de la vida de una mujer sino también en su contexto cultural, ambiental y socio-histórico. El estado de salud de una mujer en un determinado período de su vida depende de su situación en el período precedente y tiene efectos no solamente sobre los períodos siguientes de su vida, sino también sobre las generaciones futuras. El lazo intergeneracional es una característica única de las mujeres.
En este contexto decía el físico estadounidense Brian Swimme que la postura mental patriarcal de nuestra cultura es muy similar a una lobotomía frontal y que sólo cuando los hechos científicos actuales sean interpretados por una conciencia de género, recién empezaremos a ver dónde estamos, quiénes somos y qué estamos haciendo.
«La disposición mental patriarcal de nuestra cultura es muy similar a una lobotomía frontal (la extracción de uno o ambos lóbulos frontales del cerebro donde está radicada la capacidad de razonar y pensar). Creo que es importante que esto se entienda de una vez por todas, porque sino uno está condenado a una eterna indignación del alma. Y toda la indignación del mundo no te lleva a ninguna parte si estás tratando con alguien cuya mente ha sido opacada en sus capacidades cognitivas y en su sensibilidad fundamental».
Swimme se refería especialmente a aquellos que han sido fuertemente influenciados por una visión científica que los ha entrampado en una mentalidad dividida y son incapaces de ver lo que está justo allí, frente a ellos. Por eso propone aprender a interpretar los datos que les provee su fragmentada mente científica desde la visión holística de género.
No es una banalidad afirmar que la ciencia está lejos de ser neutral y que, además de raza, clase social y credo, tiene también, como lo sostuvo Evelyn Keller, sexo, el de los científicos. Históricamente, no pocas investigaciones científicas (realizadas abrumadoramente por varones) han interpretado y justificado una realidad de sumisión como «innata», como si estuviese inscrita en los genes, haciendo creer que facultades e interpretaciones propias del varón son «por naturaleza» el patrón universal.
En 1960 Valerie Saiving desafió la posibilidad de formular afirmaciones universales acerca de la naturaleza humana prestando atención sólo a la experiencia de una mitad de la raza humana y se preocupó en describir la estructura de la experiencia «femenina» con el fin de demostrar su importancia hermenéutica. Judith Plaskow eligió luego los hallazgos fundamentales de Saiving aplicados a la teología para estructurar una comprensión más elaborada y matizada de cómo la experiencia de las mujeres socava los significados universales. Es hora de caer en la cuenta que las ciencias médicas y las políticas sanitarias no escapan a esta problemática. Pero pocas son todavía las investigaciones en el campo de la salud que se hayan planteado con seriedad el problema de cómo afectan los factores de género a la teoría misma del conocimiento científico.
Entonces si no existe la posibilidad de hacer afirmaciones universales sobre la naturaleza humana, menos posible aún será afirmar la existencia de la «mujer universal». Lo que significa mujer cambia de una cultura a otra. Por eso siempre será más adecuado hablar de «género» como categoría analítica y no de mujer. Pero además, como bien lo afirma Henrietta Moore, debemos reconocer que existen muchas diferencias entre mujeres al interior de una misma cultura. «No es suficiente decir que la identidad de género es modelada sólo por la cultura. La raza y la clase afectan también de modo radical a la experiencia de ser mujer dentro de una determinada cultura. El género, entonces, no puede analizarse por sí mismo. La antropología feminista debe describir cómo la raza y la clase son experimentadas a través del género. El ser mujer es inseparable de ser el tipo de mujer que una es».
¿Qué es lo que determina la naturaleza de la mujer? Si es la biología, o las expectativas socio-culturales, o las experiencias históricas, ¿en qué medida y proporción cada una? ¿Afecta la biología a las mujeres en sus características innatas de tal manera que las predispone hacia ciertas funciones, a ciertas patologías y vulnerabilidades?
Janet Sayers en su trabajo Biological Politics no duda en afirmar que la biología -según interactúa con los factores socioeconómicos e históricos- afecta de modo directo a la experiencia de las mujeres y a cómo ellas viven las tareas dentro del orden social. Afirma que además se deben tener en cuenta de modo adecuado las diferencias materiales entre las mujeres. Un embarazo, por ejemplo, o la maternidad, sin acceso a la independencia económica, no es necesariamente una experiencia positiva y uniforme para todas las mujeres.
Tampoco es razonable minimizar la importancia de cómo las mujeres individuales experimentan sus diferencias biológicas respecto de los varones. Sayers estudiará cómo diferentes mujeres interpretan la realidad biológica de la menstruación. «¿Afecta la experiencia de la menstruación al potencial de las mujeres para trabajar? Dirá que quizá algunas mujeres profesionales (cita a mujeres pilotos, médicas o abogadas) no se vean inhibidas en su competencia y eficacia debido a la menstruación, pero contra cierta tesis social construccionista de algunas feministas de clase media, que argumentan que sólo las actitudes sociales negativas hacia la menstruación y no la experiencia biológica misma afectan a la mujer, Sayers señala que «las mujeres que trabajan en empleos industriales mal pagados no se han beneficiado a menudo de esta negación del efecto biológico directo. Las mujeres de clase trabajadora que procuran acumular posibilidades de licencia por dolor menstrual se han visto bloqueadas por afirmaciones de que los efectos de la menstruación se pueden elaborar social y psicológicamente y que no son relevantes fisiológicamente. Similar al esencialismo biológico, esta posición no sirve al interés de todas las mujeres».
La categoría de género en la salud
Asombra ver cuántos todavía en el campo de la salud apenas se preocupan por distinguir las categorías de sexo y género. Cuántos usan estos términos como si fuesen sinónimos e intercambiables. Por eso es importante insistir en distinguirlos con precisión. A los efectos de nuestro tema y siguiendo a Mercedes Navarro podemos decir que sexo es el conjunto de datos biológicos que caracterizan a una persona, como macho o hembra. Presupone un canon biológico.Género, por su parte, es una atribución cultural y social no necesariamente coincidente con el sexo biológico. El género es un compendio de características sociológicas y psicológicas que se aprenden e interiorizan en una determinada cultura y, en principio, divide a los seres humanos en femeninos y masculinos, delimitando qué es lo uno y lo otro. Más exactamente, género remite al significado que cada cultura atribuye a cada uno de los sexos.
Así como existe actualmente un fenómeno de incorporación desvalorizada de las mujeres a los sistemas económicos, de la producción y del mercado, provocando la llamada «feminización de la pobreza» (y su concomitante que hace que la pobreza de las mujeres sea invisible), me atrevo a decir que también existe una feminización de la enfermedad y una concomitante invisibilidad de ciertas patologías en las mujeres.
La «feminización de la enfermedad» tiene que ver con el lugar que ocupan las mujeres en una sociedad determinada. Sus patologías ignotas e invisibles no tienen que ver con su condición biológica y su sexo, sino con el lugar que ellas ocupan en la sociedad, con las cargas y condiciones sociales, económicas, laborales y religiosas que se les impone. Por ello, en cuestiones de salud, de investigación médica, de políticas sanitarias, etcétera, es fundamental aclarar que el orden de géneros es construido, no depende de la genética, sino que procede de costumbres, de una cultura determinada, de tradiciones y de «pactos sociales». Las diferencias biológicas están ahí, pero no son garantía de que la condición femenina sea encarada adecuadamente. Más aún, ellas pueden convertirse en justificativo de ideologías que encubren una realidad inaceptable, un orden dominante, injusto. Lo biológico, las diferencias sexuales, no pueden justificar ni inferioridades ni superioridades en el campo de lo humano. Esas escalas son producto de diferencias que se establecen en el ámbito de lo social socavando la condición de la mujer en todos los campos. El de la salud no escapa a esta ecuación de hierro.
De ahí que sea esencial cambiar algunas convicciones que creíamos «naturales». La teoría de género trata de desentrañar cómo se construye el ser mujer o ser varón sobre los cuerpos sexuados femeninos o masculinos. Género proviene etimológicamente del latín genus, generis, que tiene que ver con origen y nacimiento. Femenino y masculino son construcciones socioculturales y no biológicas. Estas nociones han vertebrado desde siempre a las sociedades, convirtiendo las diferencias anatómicas en desigualdades sociopolíticas. La confusión entre género y sexo es perversa porque invisibiliza «lo natural» del varón por un lado y «lo cultural» de la mujer por el otro. No hace justicia a ninguno de los géneros ni a lo humano en general.
Es fácil ver que la mera diferencia sexual no podría nunca definir lo femenino por más que el factor de la sexualidad humana tenga una verificación más exacta que en otras especies. Esa diferencia que se concreta privilegiadamente en el sexo cromosómico, en el sexo gonádico y el sexo hormonal está lejos de definirnos a la mujer. Baste hacer la prueba sobre nuestra reacción al decir que la «hembra» de la especie humana está constituida por la fórmula cromosómica 44A+XX, por la presencia de la glándula primaria genital del ovario y por la actuación de las hormonas sexuales femeninas. Es obvio que con esta afirmación no vamos mucho más allá de la peculiaridad anatómica y fisiológica de la «hembra humana».
El superar estos niveles de significado de la condición femenina y el establecer su «relación» con otros niveles de significación es vital para luchar contra la injusticia del machismo y el patriarcado en cualquier campo, máxime en el de la salud. Es verdad que para entender la identificación femenina es imprescindible la referencia a su sexualidad, pero no basta.
Por eso en 1975 la antropóloga Gayle Rubin afirmaba con verdad que el enfoque de género adquiere un interés epistemológico de primer orden para abordar la realidad de la mujer porque es «el conjunto de operaciones mediante las cuales una sociedad transforma la sexualidad biológica en productos de la actividad humana». Por su lado, Fina Birulés, prologando un libro de varias autoras sobre Filosofía y género, afirmaba que el uso de la categoría de género ha hecho posible que los estudios feministas hayan entrado en los ámbitos académicos; pero también constata la imprecisión que aún subsiste en la formulación de dicho concepto el cual funciona a veces como una «hoja de parra» (que oculta más que lo que muestra) o como «un cajón de sastre» (donde todo cabe).
La identidad sanitaria femenina
Es necesario desembocar en lo que Capra define como una «ecología profunda», enraizada en una nueva percepción de la realidad, que vaya más allá de la estructura científica, que llegue a un nuevo conocimiento y a una sabiduría intuitiva de la realidad, de la unidad de la vida y de sus múltiples ciclos de cambio. Así irá emergiendo una nueva conciencia con la que la persona sentirá su salud vinculada a la totalidad del cosmos.
El cuerpo de la mujer sigue representando un punto central de la cuestión sanitaria femenina: pero ese cuerpo con el que se identifica a la mujer en su diversidad natural respecto del varón sigue pasando hoy por una suerte de prisión natural y cultural. Ese cuerpo que aparece a los ojos del varón con las características típicas de un cuerpo enjaulado, impide a la mujer expresarse y ser reconocida como persona. Es la mujer objetivada y objeto de una cultura patriarcal, producto para el lucro junto a los escaparates del marketing sanitario, que tiene negada su condición de sujeto.
Más allá de que la lucha por la liberación de la mujer pase por su cuerpo enjaulado, el acceso a ser persona pasará por la toma de conciencia de que el enfoque funcional, el pensar que sólo ha sido creada para una función específica es, en la cultura patriarcal, sinónimo de inferioridad, de desigualdad y de dependencia. Urge deslindar la identificación total entre cuerpo femenino y función de la mujer. La liberación debe atravesar el cuerpo femenino para llegar a proponer un nuevo paradigma de ella y una nueva imagen socio-cultural que sea nacida de la ruptura con la identificación social patriarcal.
El paso de lo que podríamos definir -con una truculencia del lenguaje- como «hembra humana» a «mujer» no se debe entender como una sucesión cronológica, sino como una variación posible dentro de la realidad humana. La distinción entre «hembra» y «mujer» radica en que se nace hembra y se llega a ser mujer. El ser mujer pertenece al ámbito de la historia. No se nace mujer, sino que la mujer deviene, se hace…(socio-culturalmente). En este sentido el ser mujer pertenece no sólo al universo psico-físico, sino también al universo socio-cultural. Es conocido que los estudios de antropología cultural, al poner de manifiesto el carácter relativo de las formas culturales femeninas, han resaltado la condición histórica de la mujer. Lo mismo están haciendo los actuales estudios de crítica histórica y social sobre la condición femenina. El campo de la salud no puede quedar rezagado ante esta realidad como lo está hoy.
Se debe advertir que una concepción típica de nuestra cultura occidental contemporánea fragmentó la concepción de naturaleza con dualismos y dicotomías entre persona y naturaleza, entre varón y mujer. Por el contrario, las cosmologías de nuestros ancestros hacían de la dualidad una unidad de complementos inseparables entre sí. La creación llevaba para ellos el signo de una unidad dialéctica, de diversidad dentro de un principio unificador. Y esa armonía dialéctica entre los principios masculino y femenino, entre naturaleza y persona, se transformaba en la base del pensamiento y la acción. Al no haber dualidad conceptual entre hombre y naturaleza y porque la naturaleza sustenta la vida, ésta había sido siempre tratada como integral e inviolable. Ese concepto era diario y regía la vida cotidiana. No sería menos deseable que la investigación y la práctica en el campo de la salud humana tuviera esto muy en cuenta como lo tuvo en otras etapas culturales.
Conocimiento, género y salud
Ahora cabe entonces preguntarnos por el fundamento último de la investigación científica en el campo de la salud, de la práctica médica y de las políticas sanitarias. En el fondo nos estamos preguntando por el fundamento de la existencia humana. Ya no podemos esquivar ese interrogante que tarde o temprano debe plantearse quien lucha por la salud de esa existencia.
En los comienzos de nuestra cultura se puso el Logos griego como fundamento y en los albores de la modernidad el cogito, la razón cartesiana. Pero hoy ya nadie sostiene que la razón explique y abarque toda la realidad. Ya la razón dejó de ser el primer y el último momento de la existencia humana. Porque somos conscientes de que la existencia humana está abierta hacia arriba y hacia abajo de la razón. Existe lo a-racional y lo i-rracional. Abajo existe algo todavía más antiguo, más profundo, más elemental y más primitivo que la razón: la sensibilidad. Hacia arriba, se abre la experiencia espiritual, la totalidad del yo dimensionado hacia la totalidad. Por detrás de lo real, no hay únicamente estructuras, sino sentido gratificante o castigante, simpatía, afectividad y ternura.
La experiencia humana-base es el sentimiento. No es el cogito, ergo sum (pienso, luego existo) de Descartes, sino el sentio, ergo sum (siento, luego existo); no es el Logos sino el Pathos, la capacidad de ser afectado y de afectar: la afectividad… La base ontológica de la psicología profunda (Freud, Jung, Adler y sus discípulos) reside en esta convicción: «la estructura última de la vida es sentimiento, es afectividad y son las expresiones que de ellos se derivan: el Eros, la pasión, la ternura, la solicitud, la compasión, el amor… Sin embargo, debemos entender correctamente el sentimiento no sólo como moción de la psique, sino como «cualidad existencial», como estructuración óntica del ser humano, que es todo él (y no sólo la psique humana) afectividad como modo de ser.
Una investigación que sea sensible a la problemática de género partirá de la convicción de que el sentimiento (Pathos) y la «sensibilidad» no se oponen al Logos (comprensión racional) sino que son una forma de conocimiento mucho más abarcante y profunda que la razón porque la incluyen y la desbordan. Esto lo expresó maravillosamente Blaise Pascal, pensador a quien nadie le puede achacar el desprecio a la razón, ya que fue uno de los creadores del cálculo de probabilidades y constructor de la máquina de calcular. Pascal llegó a afirmar que los primeros axiomas del pensamiento son intuidos por el corazón y que es el corazón el que pone las premisas de todo posible conocimiento de lo real. Nos dice que el conocimiento por la vía del sentimiento (del Pathos) se asienta en la simpatía (el sentir-con la realidad) y se canaliza por la empatía (sentir-en, dentro de, identificado con la realidad sentida). Martin Heidegger, por su lado, consideraba la ternura (Füsorge) y la solicitud (Sorge) como el fenómeno estructurador de la existencia.
Estamos afirmando que en el origen no está la razón, sino la pasión (Pathos y Eros). La misma razón actúa movida, impulsada, por el Eros que la habita. Pathos no es mera afectividad, mera pasividad que se siente afectada por la existencia propia o ajena; es principalmente una actividad, un tomar la iniciativa de sentir e identificarse con esa realidad sentida. Y el Eros no supone un mero sentir, sino un con-sentir. No es una mera pasión, sino una com-pasión. No es un mero vivir, sino un con-vivir, sim-patizar y entrar en co-munión. Y hacerlo con entusiasmo, con ardor, con creatividad que se sorprende, se maravilla y se abre a lo fascinante de lo nuevo que surge en esa fusión. Lo propio de la razón es dar claridad, ordenar y disciplinar la dirección del Eros. Pero no está sobre él. La trampa en que cayó nuestra cultura es la de haber cedido la primacía al Logos sobre el Eros desembocando en mil cercenamientos de la creatividad y gestando mil formas represivas de vida. La consecuencia es que se sospeche profundamente del placer y del sentimiento, de las «razones» del corazón. Y entonces campea la frialdad de la «lógica», la falta de entusiasmo por cultivar y defender la vida, es la muerte de la ternura. ¡No en vano Ernesto «Che» Guevara gustaba decir que «hay que endurecerse, pero sin perder la ternura»! Sin temor a parecer ridículos tenemos que defender y entender al ser humano como ternura. Porque el ser humano se caracteriza por ser capaz de amar, pero la ternura nos zafa de la trampa del lenguaje. Porque la palabra «amor» está desprestigiada, tiene demasiados sentidos que rayan en la contradicción. El dictador puede amar a sus secuaces y el demonio a sus ángeles. El avaro ama a su dinero… Pero al hablar de la ternura nos estamos refiriendo al agapé. Desgraciadamente nosotros en castellano sólo tenemos la palabra amor para designar una experiencia tan profunda y polifacética.
Los griegos tenían varias palabras para referirse a diferentes cualidades del amor. Erao es una de ellas. Significa el amor (romántico) de atracción mutua entre el hombre y la mujer, esa «electricidad» que se da entre dos seres que se enamoran. El eros es un dinamismo de vínculo y de creatividad, que abre espacios a lo simbólico, a la poesía y a la belleza. Por eso aún en el exilio o en la cautividad el pueblo puede hacer fiesta y celebrar sus memorias. El eros educa nuestro deseo en la dirección del bien y de la verdad, posibilitando proyectos nuevos. Las otras palabras sonstergo (el amor familiar y cariñoso) y fileo, que expresa el amor de amistad, el afecto cálido que se siente entre amigos. Y finalmente agapao, que expresa el amor de benevolencia, que sale de uno y va hacia el tú, capaz de darse gratuitamente sin medida, hasta dar la vida sin esperar nada en retorno. En el caso de los cristianos no es menor que San Juan lo use para definir a Dios (1Jn 4, 8.16) y que también diga que «no hay amor (agapao) más grande que dar la vida por los amigos (filos)» (Jn 15,13).
Género e investigación en salud
Quizás ahora quede más evidente la vinculación entre el género con el conocimiento y la investigación médica. Quienes vienen trabajando con una sensibilidad y una óptica de género no se cansan de advertir que al aplicar los métodos tradicionales desarrollados para las ciencias naturales de estudios de los seres humanos, los investigadores han hecho «objetos» de las personas que estudian. La experiencia humana, la cual siempre ha tenido gran impacto en la salud humana, especialmente la de la mujer, ha sido sistemáticamente eliminada de los enfoques empíricos. El resultado es una explosión de tecnología a costas de la sensibilidad humana y los paradigmas científicos terminan reflejando como espejo el contexto social y cultural en los que fueron concebidos. La investigación se ha vuelto una competencia masculina en su selección y definición de los problemas estudiados, sus métodos y sujetos experimentales utilizados y sus interpretaciones y aplicaciones de los resultados experimentales.
Existirá entonces una «ciencia correcta», una «ciencia buena» y otra que se descarta o desprecia. La «buena» es aquella que aparece como objetiva (separa observados de observadores); neutral(incluye sólo la medición empírica de datos observables) y reduccionista (observa solamente una parte del todo aislado del resto). Las variables a estudiar se definirán en declaraciones de relaciones causales, de hipótesis, que luego se verifican o falsean en el estudio. Otras variables, como la de género, se considera que están demás y no se introducen en el diseño. La relación investigador-sujeto será jerárquica y el investigador, que debe estar siempre en control de todo el proceso, se considera el experto.
Esta manera que podríamos llamar «clásica» de hacer investigación, considera que las variables propias del género, que son de tipo social y cultural, confunden o desnaturalizan el proceso investigativo y trata de controlarlas o evitarlas para que no interfieran con una pretendida «objetividad» inherente al método científico considerado «bueno» o correcto. Esta manera de investigar generalmente dejará fuera las experiencias y los puntos de interés y de vista de las mujeres. Sherwin llegó a la conclusión de que los investigadores, anticipando que las mujeres van a responder de una manera diferente que los varones, con otros códigos, y que por ello generalmente «distorsionan» los datos de la investigación, escogen preferentemente a varones como sujeto empírico. Esta decisión, como es obvio, deja a los profesionales sin la información adecuada para el tratamiento específico de las mujeres en muchos campos de la salud.
Sabemos que las mujeres están más acostumbradas que los varones a tomar drogas con o sin prescripción médica y se calcula que el 70% de las medicaciones psicotrópicas han sido recetadas para ellas, sin embargo, paradójicamente, las mujeres han sido excluidas de la mayor parte de la investigación clínica farmacológica. Rosser cuenta que un estudio longitudinal sobre los efectos de drogas para reducir el nivel de colesterol reclutó 3806 hombres y ninguna mujer; de igual manera que en un estudio sobre los efectos de la Aspirina en enfermedades cardiovasculares, ninguna mujer estaba incluida.
Jevne y Oberle nos muestran todo lo que se juega si quedamos impávidos ante esta postura «científica» y para ello distingue entre la investigación tradicional y la que tiene en cuenta el factor de género: consideremos el uso de agentes paralíticos como es el pancuronium bromide (Pavulon). En una prueba clínica tradicional, podrían comparar esta droga con otra utilizando un diseño experimental. La efectividad de la droga en prevenir el movimiento voluntario muscular y la ocurrencia de efectos secundarios pueden ser variables dependientes. Mientras que este tipo de investigación es importante, también es importante estudiar la experiencia de gente que está paralizada químicamente. No podría ser esclarecedor preguntar «¿Cómo se siente estar prisionero en el cuerpo de uno, sin poder parpadear un ojo?» «¿Cómo se siente tener dolor y no poder moverse para cambiar de posición?» «¿Qué te ayudó para sentirte mejor cuando estabas paralizada?» «¿Qué importaba más?» Preguntas de este estilo no se presentan fácilmente a una prueba clínica controlada».
El género en la choza
Trabajar por la salud y los derechos humanos de la persona es comulgar con el otro (entendido como individuo o como persona colectiva), hacerlo con entusiasmo, con ardor, con una creatividad que se sorprende, se maravilla y se abre a lo fascinante de lo nuevo que surge en esa relación.
A partir de esta situación nos introducimos en un problema metodológico mayor: no se puede trabajar por la salud desde cualquier lugar ni desde cualquier disposición interior. En nuestros profundos fracasos de las políticas sanitarias en realidad lo que falló hasta hoy no ha sido la teoría o el conocimiento, sino el lugar desde donde pretendimos investigar y actuar. Es pertinente recordar al respecto aquella frase de Engels (que ya es casi un refrán popular) de que «no se piensa lo mismo desde una choza que desde un palacio». Tan simple afirmación constituye, a mi entender, una de las conquistas más profundas e importantes del pensamiento contemporáneo y una contribución insustituible para la teoría del conocimiento. Lo que está afirmando Engels con su «perogrullada» es que, aunque la verdad sea absoluta, no lo es nuestro acceso a ella. Es decir, que aunque sea posible para la persona un cierto acceso a la verdad, ese acceso nunca será «neutro» e incondicionado. Y digo más, nosotros deberíamos ser capaces de completar el «efecto» de la afirmación de Engels diciendo que «no se siente (se ve o se experimenta) la realidad lo mismo desde una choza que desde un palacio».
Esto es de capital importancia para trabajar en la salud. Aún suponiendo la mejor intención, la mejor buena voluntad y los mejores talentos intelectuales, hay lugares desde los que, simplemente no se ve la realidad, no se siente la realidad que nos abre a los requerimientos (de salud o de derechos) del otro, al amor y a la solidaridad. Porque nadie puede pretender mirar o sentir los problemas humanos, la violación de los derechos y de la dignidad humana, el dolor y el sufrimiento de los otros, desde una posición «neutra», absoluta, inmutable, cuya óptica garantizaría total imparcialidad y objetividad. Entonces hay lugares, posiciones personales, desde los que simplemente no se puede trabajar en el campo de la salud. La cosa es así de simple, y así de grave caer en la cuenta de ello y sacar las consecuencias pertinentes. La experimentación que hicieron los nazis durante la última guerra mundial son por demás aleccionadores en esto que decimos. Entonces urge preguntarnos ¿dónde estoy parado, dónde están mis pies en mi práxis médica? Porque la cuestión es saber si estoy ubicado en el «lugar » correcto para mi tarea.
El lugar es tan o más decisivo para la tarea que la calidad de los contenidos que quiero instrumentar en las políticas de salud o en cualquier práctica médica. Es pertinente pues, en la mayoría de los casos, una ruptura epistemológica. La clave para entender esto se encuentra en la respuesta que cada uno demos a la pregunta por el «desde dónde» actúo, la pregunta por el lugar que elijo para mirar el mundo o la realidad, para interpretar la historia y para ubicar mi práctica en ella.
El eminente educador Ignacio Ellacuría, asesinado vilmente en El Salvador por unos militares oscurantistas, hablando de la opción por los pobres que había hecho la Universidad Centroamericana de la que era Rector, decía que la tarea (educativa) implica primero, el lugar social por el que se ha optado; segundo, el lugar desde el que y para el que se hacen las interpretaciones teóricas y los proyectos prácticos; tercero, el lugar que configura la praxis y al que se pliega o se subordina la praxis propia.
Y en la raíz de la elección de ese lugar social está la indignación ética que sentimos ante el dolor y la enfermedad injustamente producidos, ante la violación de la dignidad y los derechos de la persona concreta: el sentimiento de que la realidad de injusticia que se abate sobre los seres humanos en forma de limitación a la salud (todo tipo de enfermedades evitables, producto de carencias materiales) es tan grave que merece una atención ineludible; la percepción de que la propia vida perdería su sentido si fuera vivida de espaldas a esa realidad. El punto de vista de los satisfechos y los poderosos termina inevitablemente enmascarando la realidad del dolor para justificarse. Nunca será posible defender la salud desde la óptica del centro y el poder, ni siquiera desde una pretendida neutralidad. Esa práctica estará condenada de antemano a anularse y a caer sobre sí misma cuando afronte la prueba de los hechos. Mi amigo Mario Benedetti decía con lúcida precisión que «todo es según el dolor con que se mira». Y es esa mirada sensible y doliente la que nos ha quitado el neoliberalismo, que sólo ha sabido darnos una mirada concupiscente, egoísta, miedosa, una mirada colérica o despectiva sobre la realidad. Nuestra convicción es que sólo aquella mirada doliente sobre la realidad de las víctimas nos hace verdaderamente humanos.
Para trabajar en salud es obligatorio adoptar el lugar social del sufriente. ¿Cómo sanar sin actuar desde el lugar debido? Porque no desde cualquier lugar de práctica sanitaria se puede discernir y actuar correctamente y con fruto. Parece que los agentes de salud a veces no aprenden más que la mitad de la lección. Se afanan en conocer y prepararse pero estando ubicados en un mal sitio, y por eso no ven nada con nitidez. Ese es el problema de la salud cuando no entendemos esto, nuestra práctica sanitaria está condenada a un mero reflejo de nosotros mismos porque nos ubicamos en el lugar incorrecto.
Me gustaría concluir con un poema de Alice Walker inspirado en una situación en la que Jesús de Nazaret cura a una mujer enferma desde hacía 18 años y que es narrada por Lucas en su evangelio (13, 10-13.18-21). «Jesús cuando la vio, la llamó y le dijo: -Mujer, quedas libre de tu enfermedad».
En el poema de Alice Walker, la mujer se convierte en un paradigma tanto de la opresión patriarcal como de la tierra nueva (basileia) y la mujer nueva, un signo de esperanza para hoy y para el futuro:
¿Recuerdas?
¿Me recuerdas?
Soy la chica
de la piel oscura
y los zapatos gastados.
Soy la chica
con dientes cariados.
Soy la chica
negra de los dientes podridos
con el ojo herido
y la oreja destrozada.
Soy la chica
que sostiene a sus hijos,
cocina sus comidas,
barre sus patios,
lava sus ropas.
Oscura y pudriéndome
y herida, herida.
Yo daría
a la raza humana
tan sólo esperanza.
Soy la mujer
con la piel oscura bendecida.
Soy la mujer
con los dientes arreglados.
Soy la mujer
con el ojo sanado,
con la oreja que oye.
Soy la mujer: Oscura,
arreglada, curada,
que te escucha.
Yo daría
a la raza humana
tan sólo esperanza.
Soy la mujer
que ofrece dos flores
con raíces gemelas.
Justicia y Esperanza.
Comencemos.