Este artículo fue publicado en la revista Cotidiano Mujer Nº32, en el año 2000. Puede encontrar todas las revistas aquí y los posteriores cuadernos aquí.

Esta es una época en la que podemos recibir una carta antes que la carta sea escrita: alguien puede escribir un mensaje en Australia el 3 de enero y alguien puede recibirlo en Uruguay el 2, gracias a la diferencia horaria y al correo electrónico. Un mundo y una época donde es muy difícil ubicarse en tal tiempo y tal lugar, y si no, habría que imaginarse lo que debía estar sintiendo aquél astronauta soviético que se quedó meses y meses girando en el espacio sin que nadie lo bajara, cuando la URSS volvió a llamarse Rusia y nadie sabía a quién le correspondía la decisión de traerlo a la tierra.

Los pueblos que vivieron bajo la hegemonía del egipcio, del griego, el romano, el persa, el inca, el maya o el inglés (y me estoy salteando a varios otros) seguro que sentían al hablar de «imperio» o de «colonia» que además de la subordinación económica y política, sus propias culturas estaban siendo interferidas y en riesgo de desaparecer bajo la gran cultura dominante. La diferencia (no menor) con respecto a la «globalización», es que ahora, con el adelanto tecnológico de la información y las comunicaciones, no solo los capitales son cada vez más transnacionales y difíciles de controlar, sino que no hay rincón del mundo que esté fuera de la posibilidad de influir y/o ser influenciado.

Un mundo sin guerra fría pero con guerras calientes en todas partes, empresas privadas que hacen enormes desfalcos y estados que no pueden mantener sus presupuestos de gastos sociales. En América Latina desde 1975 a 1995 el PBI aumentó más del 80%, sin embargo, hay 150 millones de personas viviendo en la pobreza y se duplicó la diferencia entre el 20% más rico y el 20% más pobre.

Nos guste o no, la globalización «es» y tiene efectos negativos y positivos para la vida de todos los seres humanos y especialmente la de las mujeres. El tráfico sexual o la explotación que se da en las maquilas, son ejemplos de los peores; y varios instrumentos internacionales de denuncia y justicia, o la propia Plataforma de Acción de Beijing, lo son de sus efectos positivos. Pero en este proceso, ajustes estructurales y privatizaciones mediante, los estados han ido perdiendo varias de sus responsabilidades, y con ellas, mucho de sus soberanías. De hecho, algunas de las conquistas de los movimientos de mujeres en la última década se deben no sólo a su capacidad de propuesta y movilización, no sólo a que aparecieron como demandas legítimas debido al proceso actual de individuación (en sociedades que empiezan a valorar las subjetividades) sino también a que hemos sorprendido a los estados «distraídos» y débiles.

No hay nada más político que lo personal

El haber sabido moverse en esa coyuntura, ubicando nuevos escenarios y actores, tomando de lo global aquéllo que servía para organizarnos más como región y fortalecer las demandas y propuestas que hacíamos en nuestros países, es una de las pruebas de que no sólo existe un movimiento feminista en la región (y para ser «políticamente correcta» voy a agregar: integrado por varias vertientes que hacen a sus diversidades y/o diferencias) sino que además, de todos los movimientos políticos y sociales, este es el que debería «vanguardizar»1  los cambios.

Hay palabras que simbolizan procesos y se ponen en boga: en la década pasada fue«empoderamiento», luego vino «lobby» y en estos últimos años, el verbo fue «monitorear». ¿Cuál será la palabra que sintetizará nuestro discurso, nuestro trabajo, nuestro hacer, en este nuevo milenio? Deberá ser lo suficientemente provocadora como para que revitalicemos el carácter revulsivo que hace 20 años era tan fácil tener: dicho esto sin ninguna nostalgia, dicho desde la acumulación de fuerzas, de conocimiento, de poder. El objetivo sigue siendo el cambio cultural y eso va más allá de lograr leyes y de hacer monitoreos y seguimientos.

Necesitamos discutir y acordar algunas líneas de trabajo conjunto. Un marco desde el cual posicionarnos puede ser el de los derechos económicos, sociales y culturales que nos permitiría tener una agenda común con otros movimientos y sectores. Al mismo tiempo podríamos, por ejemplo, ponernos como meta concreta el lograr de aquí a 5 años una Convención Interamericana sobre los Derechos Sexuales y Reproductivos.

En nuestra región, la Convención de Belem do Pará, impulsó casi todas las leyes conseguidas en esta década contra la violencia de género. Todos los estados, en mayor o menor medida, la acataron. Pero la acataron no sólo porque las mujeres luchamos por ella y porque era justo, sino porque era muy difícil fundamentar que no se estaba en contra de la violencia, es decir: para los gobiernos y los partidos también era «políticamente redituable» estar a favor de estas leyes.

En cambio, lograr una convención sobre los Derechos Sexuales y Reproductivos será más difícil por todos los prejuicios y discusiones que desatarán temas como el de la legalización del aborto y la opción o identidad sexual, no incluidos en la PAM de Beijing.

Y es por esa misma razón que es una buena idea. Porque significaría volver a meternos en la casa, la cabeza y la cama de todo el mundo, incluidas las de los legisladores, gobernantes y funcionarios internacionales.

En lo personal, más allá del libro «Yo aborto, tú abortas, todos callamos…» (que publicamos en Cotidiano en 1987) nunca me interesó nada trabajar y/o estudiar sobre los derechos sexuales y reproductivos, aunque tengo un gran respeto por todas aquéllas mujeres que se han dedicado a ellos de un modo cada vez más profesional. Ahora, de lo que estoy hablando, es de que probablemente estemos viviendo en la coyuntura exacta para retomar el tema, no desde el «lobby» (que seguirá siendo imprescindible), no desde la posibilidad de negociar con el estado (que tendremos que hacerlo), sino desde la subversión, desde la contra-cultura, desde la movilización. Estoy hablando de tomar el tema, no desde la especialización, sino para «fortalecer el polo feminista desde la sociedad civil»2  y levantarlo como una de las perspectivas más cuestionadoras y profundizadoras de la democracia desde que, entre otras cosas, está indisolublemente ligado a nuestros derechos económicos, sociales y culturales. Acordando, por ejemplo, esa meta, el trabajo coordinado en cada país (y a nivel regional) en una campaña de largo aliento, será imprescindible. Tendremos que salir a los medios masivos de comunicación (a los que les «encantará» tratar temas tan «urticantes») organizar debates públicos, seminarios, publicaciones, actos mediáticos, «spots» de radio, de televisión, etc, etc. Y además, deberemos ser capaces de establecer alianzas con otros movimientos y sectores sociales (los jóvenes, los movimientos homosexuales, etc.) amén de algunos políticos y funcionarios de gobierno y organismos internacionales para ir logrando acuerdos que la hagan posible.

Si es cierto lo que dijimos y Beijing es una plataforma, un «piso común» para todas las mujeres del mundo; si es un piso y no un techo, entonces, aunque sigamos controlando y defendiendo su cumplimiento…¿por qué no ir más allá?

Una campaña sobre un tema como este es un instrumento hacia una agenda común, pero también, un modo «revulsivo» de apostar a los cambios culturales que sólo pueden darse cuando nos proponemos cambiar la cabeza de la gente.

Lucy Garrido

1 Aunque la palabra no esté de moda o sea «políticamente incorrecta»
2 Gina Vargas «Los nuevos derroteros a fin de milenio…» («El siglo de las mujeres» Ed. Isis, 1999).

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