Este artículo fue publicado en la revista Cotidiano Mujer Nº29, en 1999. Puede encontrar todas las revistas aquí y los posteriores cuadernos aquí.
Libertad, fraternidad, paridad
El estado de las cosas
Una foto del parlamento francés no es muy distinta de una foto del parlamento uruguayo: una multitud de hombres salpicada con alguna excepción del otro sexo. La Asamblea Nacional francesa cuenta con un 10,9% de mujeres, menos que cualquier otro país europeo (salvo Grecia) y menos que la mayoría de los países del mundo.
Sin embargo, en Francia como en Uruguay, la igualdad de derechos entre hombres y mujeres está consagrada en la Constitución. Podría pensarse entonces que se trata de un desinterés de las mujeres por ocupar cargos electivos que, si nos guiamos por la letra escrita, están tan disponibles para ellas como para sus colegas masculinos.
La polémica que se desató en Francia sobre esta engañosa apariencia tiene una primera virtud: todo está en discusión pública. Si bien no siempre resulta determinante que un tema se debata en los ámbitos parlamentarios, en este caso resulta hasta divertido ver jugar el partido en una de las canchas más recalcitrantes de la misoginia. Las mujeres quieren igualdad de oportunidades en todos los campos, en el político también y esto quiere decir igualdad de oportunidades para representar a la población, para ser candidatas a todos los cargos.
El concepto que manejan es el de la paridad y proponen para instaurarlo introducir una reforma en la Carta Magna de la República. Esta es la razón por la que la discusión ha alcanzado una repercusión envidiable.
¿Qué es la paridad?
La idea de paridad viene del modo de funcionamiento habitual de los militantes ecologistas y feministas. Fueron «los Verdes» los primeros en darle carácter de estatuto y en ponerlo luego en práctica, en las elecciones de 1989. La Declaración de Atenas propuso unos años después, la paridad en la representación y en la administración de las naciones.
Significa concretamente la posibilidad de reflejar en el reparto de los cargos electivos la misma división que existe en la población, de modo que la relación entre el electorado y sus representantes tenga en cuenta que si el electorado está compuesto por hombres y mujeres los representantes electos deben poder reflejar esta realidad y ser también hombres y mujeres. Para que así suceda se necesitan pues candidatas mujeres que puedan resultar luego electas.
Más sencillamente, para la presidenta de la comisión de Leyes que entiende en esta materia, Catherine Tasca, la paridad significa el «número exactamente igual de mujeres y de hombres en los puestos de responsabilidad».
¿Significa esto que las francesas están reclamando cuotas de representación? La paridad trasciende el problema de las cuotas al quitarle su carácter dadivoso, fundado en los derechos de las minorías oprimidas, para constituirse en un reclamo universal. La paridad cuestiona justamente el concepto republicano de universalidad señalando que hasta el momento no ha servido para otra cosa que para enmascarar el monopolio masculino de la representación. Hasta el presente, la benemérita igualdad de derechos entre hombres y mujeres no ha sido suficiente para modificar el aplastante dominio masculino en los puestos de mando.
Lo universal, dicen las paritarias, no es una abstracción de humanos, está formado en realidad por hombres y mujeres. El concepto de soberanía entonces, debe también hacerse cargo de esta mixtura.
La paridad: Una humanidad sexuada
Tras la bandera de la paridad se exige que se modifique la Constitución incluyendo en su artículo 3, una frase:
«La ley determina las condiciones en las cuales se organiza el igual acceso de las mujeres y de los hombres a los mandatos y a las funciones».
La discusión escapó de los ámbitos feministas para instalarse en los centros del gobierno. Contando nada menos que con la aprobación del presidente Jacques Chirac y el impulso entusiasta del primer ministro Lionel Jospin (recordemos que las mujeres votan y que tanto Jospin como Chirac ya están en campaña), la modificación constitucional va y viene. Votada en diciembre último sin discusión, rechazada luego, el 26 de enero de este año, por el Consejo Constitucional y retomada el 16 de febrero otra vez por la Asamblea Nacional, sin resolución definitiva hasta la fecha.
La propuesta incluye una forma de penalización proporcional para los partidos políticos que no cumplan con la disposición.
La reforma pergeñada pretende reforzar la afirmación de igualdad ya existente en el preámbulo de la Constitución pero que hasta ahora ha sido incapaz de producir igualdad concreta. El texto que se quiere agregar al artículo 3 pretende justamente forzar ese pasaje de lo formal a lo real.
Esta reforma significa un intento de separar el sexo de las categorías que hasta el presente lo igualaban a parámetros como raza, religión o clase, así como asociaban en forma indisoluble a las mujeres a otros grupos particulares tales como los niños, los enfermos o los judíos.
Se señala la necesidad de un igual acceso de las mujeres y de los hombres a los mandatos y funciones, es decir, a los mandatos del soberano y a las funciones de sus representantes.
Y puesto que el soberano, se plantea, está compuesto por hombres y mujeres, debe tener la posibilidad de mandatar por igual a ambos para cumplir las funciones de representación de su voluntad. Es, como dice Geneviève Fraisse, «redefinir al soberano y al ejercicio de la soberanía democrática con este universal concreto que es la humanidad sexuada.»
La paridad es una medida para forzar la democracia en los planos profesionales y políticos, pero no tiene el alcance de modificar las diferencias económicas que, según Fraisse, es tanto un asunto de igualdad como de libertad. Y en ese terreno, el de la libertad financiera, las mujeres están lejos de la igualdad.
En contra
Es necesario aclarar que si bien hay férrea oposición a la modificación constitucional al respecto de la paridad, nadie duda en Francia que la subrepresentación de las mujeres es un estigma para una nación que se jacta de ser vanguardia en la lucha por los derechos humanos.
El debate cuenta, entre los opositores a la reforma, con feministas célebres y por supuesto con multitud de hombres. Una de estas feministas es Elisabeth Badinter, cuyos argumentos no pueden ser consi-derados dentro de un despectivo «viejo feminismo».
La resistencia masculina a compartir el poder político, dice Badinter, es un mal en vías de curación.«Pero ¡a qué precio! En 1793, las mujeres fueron excluidas de la ciudadanía a causa de su diferencia natural. Doscientos años más tarde ellas se imponen en política en nombre de este mismo criterio. Lo biológico funda el derecho gracias a una manipulación de conceptos muy peligrosos para la igualdad de los sexos.»
En opinión de Badinter no es el concepto de universal lo que merece juicio sino los hombres que escarnecen el principio de la universalidad. «Antes de sexuar el concepto de humanidad a riesgo de alterarlo radicalmente, hubiera valido más batirse por hacer respetar los principios republicanos. El universalismo ha explotado ante las reivindicaciones biológicas». La escritora señala que las paritarias«describen a las mujeres como obligadas a adoptar una actitud viril, de alienarse pues, para hacerse un lugar en un mundo masculino, y parecen ignorar que ninguna de las virtudes pretendidamente masculinas (dominio de sí, voluntad de superarse, gusto por el riesgo, por el desafío de la conquista) les es ajena. (…) Es reconociendo que las virtudes masculinas y femeninas pertenecen a los dos sexos que se progresa hacia la igualdad. La humanidad no es doble. Cada hombre y cada mujer es depositaria de la humanidad entera. Retomando el discurso de la dualidad, las paritarias vuelven a encerrar a hombres y mujeres en los esquemas estereotipados de los cuales es tan difícil salir. El verdadero progreso hacia la igualdad de los sexos pasa por compartir tareas cotidianas, domésticas y paternales, con los hombres, y la autonomía financiera de las mujeres. En tanto esas dos exigencias no se cumplan, la igualdad es engaño. Habrá quizá mañana tantas mujeres como hombres en las instancias políticas, pero en tanto pesen sobre ellas la doble jornada de trabajo y la exclusiva responsabilidad de la casa y de los hijos, solo las solteras o aquellas que tienen los medios de hacerse secundar en la casa podrán acceder a ellas. Para que las mujeres encuentren en fin el lugar legítimo que la República les debe, basta con que todos los partidos políticos decidan someterse al principio de igualdad. Esa sería la mejor manera para ellos de probar que sirven a la República universal.»
Muchos hombres comparten esta posición, entre ellos el esposo de Elisabeth Badinter, el senador Robert Badinter, en particular los conceptos que vinculan la puesta en marcha de la paridad a la decisión de los partidos.
A favor
La filósofa Sylviane Agacinsky resume los argumentos a favor de la paridad: «La idea de paridad tiene por cierto, méritos: ha permitido hacer volar en pedazos el consenso blando de un feminismo adormecido, y ha obligado a replantear la cuestión de la diferencia de los sexos. Cuando los adversarios de la paridad llegan en efecto a comparar las mujeres a una categoría social, léase a un grupo particular, como los corsos o los bretones, es tiempo de volver a algunas consideraciones elementales. La diferencia de los sexos, en efecto, aun si debe tanto a la cultura y a la historia como a la naturaleza, no podría compararse a ninguna otra. La dualidad de los sexos constituye por supuesto una diferencia universal: componen la humanidad siempre y en todas partes, y todas las sociedades dan sentido a esta diferenciación. ¿Hay que borrarla?
Agacinsky señala que el nuevo feminismo responde negativamente a la pregunta, porque no es aparentando ignorar la diferencia que se podrá salir del actual monopolio masculino del poder y entrar en una sociedad igualitaria y mixta.
Todavía al final del siglo XIX, recuerda la filósofa, se temía que la familia fuese destruida si en su seno hubiese dos votos en lugar de uno. Se aceptó entonces tratar el derecho al voto para las solteras, las viudas o las divorciadas… En esa época, no se invocaba la indivisibilidad de la soberanía nacional o de la República, se defendía la de la familia. Pero la apuesta era la misma: la igualdad de los sexos. Esta igualdad puso fin a la autoridad marital y al exclusivo poder paternal, sin destruir la familia.
La Corte de Casación, dice Agacinsky, no se olvidó de recordar a las sufragistas en 1885: La Constitución del 4 de noviembre de 1848, sustituyendo por el régimen del sufragio universal el régimen censitario o restringido en el cual las mujeres estaban excluidas, no extendió a otros más que a los ciudadanos de sexo masculino quienes, hasta ahora, eran los únicos investidos para hacerlo, el derecho de elegir a los representantes del país. ¿Y se pretende hacernos creer hoy que son las mujeresquienes vienen a corromper la bella universalidad republicana? ¿Y nosotras deberíamos considerar particularista la modesta ambición de figurar equitativamente en las listas electorales, y como universalista un régimen que fue masculino al 100 por ciento y que lo es aun al 90 por ciento? ¿Cómo no ver que ese lenguaje continúa considerando lo masculino como lo universaly lo femenino como lo particular? «
Junto a Agacisnsky hay multitud de hombres, entre ellos su marido Lionel Jospin, que defiende a brazo partido la paridad, inclusive a costa de una reforma constitucional que les puede complicar la vida en las próximas elecciones. Y el mismísimo presidente de la República, Jacques Chirac, quien preferiría encontrar otros caminos para alcanzar la paridad, pero, si no hay más remedio, estaría dispuesto a aceptar la reforma. Es que los votos femeninos son muchos…
¿Por qué tanto lío?
Puesto que todo el mundo parece de acuerdo en que las mujeres deben tener acceso a los cargos públicos ¿por qué tanto lío? La pregunta que divide las aguas es la de hasta qué punto es necesario introducir una reforma constitucional para lograr la paridad.
Cierto que la Constitución dice que todos los hombres son iguales ante la ley, pero ¿debe entenderse que ese hombres se refiere a hombres y mujeres? La respuesta afirmativa no es tan evidente, al menos no lo fue hasta 1944, año en el cual se concedió el derecho al voto a las mujeres francesas. Hasta ese momento sin embargo también se hablaba de voto universal, pero ese universal quería decir ‘exclusivamente masculino’. Luego, de a mordidas, el universal fue adoptando algunos lunares femeninos, mayores o menores, pero siempre figuras aisladas en el amplio fondo masculino. Y hoy, las declaraciones siguen diciendo que hombres y mujeres son iguales ante la ley -más o menos en el mismo sentido en que todos somos iguales pero en el reino de los cielos- aunque los números sigan diciendo que sólo son iguales los hombres. Cuando la discusión se topa con declaraciones pomposas se hace necesario recurrir a los números. ¿Así que se acabó la discriminación? Veamos los números. ¿Así que todos tienen buenas intenciones? Veamos los números.
Francia parece avergonzada de su exagerada ausencia femenina en el gobierno, a pesar de los esfuerzos muy propagandeados de la administración Jospin que incorporó un buen número de damas a cargos de responsabilidad. Después de todo, dicen algunos senadores, así como las mujeres llegaron a la universidad y a las profesiones sin leyes, también llegarán a todos los cargos, inclusive a la presidencia. Como ironizó un periodista francés, «sólo es cuestión de paciencia». Si siempre fue posible acceder a los cargos, los augustos legisladores franceses no se dieron cuenta o, como diría Manolito,«de hace 50 años acá, señorita, no lo recordó nunca.»
El poder es «sexy».
Si en Francia la proporción de mujeres en el Parlamento se arrastra hasta el 10.9 %, y en Uruguay hasta el 6%, en Suecia en cambio la cifra es de 43 %. Y en los ministerios las suecas son el 50 %.
Según cuenta la periodista Ursula Gauthier (Le Nouvel Observateur) en Suecia el feminismo está en la base de lo políticamente correcto y, sobre una base ya muy importante de representación femenina se votó, en 1980 una ley sobre igualdad de oportunidades que representó en los hechos una discriminación positiva hacia las mujeres en el campo laboral. En 1991 la cifra de mujeres electas cayó de 38 % a 33 %. Se creó entonces un movimiento semiclandestino de mujeres que se puso a trabajar en secreto para apoyar a las mujeres políticas de todos los partidos. Cuando el rápido crecimiento de este movimiento les indicó que podían salir del anonimato, las mujeres amenazaron con crear su propio partido y presentarse por separado. Las bromas cesaron súbitamente cuando una encuesta reveló que, de concretarse, este partido contaba ya con un 40 % de las intenciones de voto, y dentro de ese porcentaje, otro 40 % correspondía a votos masculinos. De ahí , la aceptación de los partidos de presentar listas paritarias en las elecciones de 1994 fue un galopito. Las organizadoras de este movimiento suspiraron aliviadas porque, dijeron, era mucho mejor participar en pie de igualdad en los partidos que integrar un partido de mujeres, como si todas las mujeres debieran pensar y votar de la misma manera.
Para Inger Segelström, presidenta de la Alianza de Mujeres Socialdemócratas, la paridad es un problema de los partidos y es necesario que éstos se vuelvan adultos para aceptar compartir el poder. La periodista sueca María Pía Boethius agrega: «Hagamos política (…) porque el poder vuelve sexy a los hombres».
Ivonne Trías