Este artículo fue publicado en la revista Cotidiano Mujer Nº28, en 1998. Puede encontrar todas las revistas aquí y los posteriores cuadernos aquí.
A 30 años de distancia queda el 68. A ese lugar se puede ir de muchas maneras pero Cotidianotuvo la mala ocurrencia de proponer la primera persona, lo cual obliga a reconocer que una ya no se cocina en el primer hervor. Tres mujeres, bien distintas y con una amistad perdurable, aceptaron la propuesta.
Del lado bueno del mundo
Y me rodean, amigas altas, bajas, guapas y feas
resistentes pero desarmadas, buenas y malas
y algún que otro día, sólo cansadas.
Gloria Varona (canta Ana Belén).
Nadie puede ni quiere sustraerse a la tentación de escribir sobre el 68. Entre simplificaciones, caricaturas y negaciones, los sesentistas uruguayos se suman al aniversario. Quedan pocas maneras originales de abordar el tema y Giovanni Sartori * ha encontrado una de esas pocas: emprenderla a golpe de palabras contra la nefasta influencia de las ideas del 68. ¿Su majestad chochea?
Ya en 1988 el paradigmático 68 tuvo de regalo de cumpleaños un libro importante: «Nous l’avons tant aimée, la révolution», de Daniel Cohn-Bendit. Para escribirlo, este líder de la revuelta sesentista buscó a sus compañeros de entonces y los entrevistó, ofreciendo un panorama bastante representativo de la evolución del grupo.
En Uruguay, a lo largo de este año se sucedieron mesas redondas y artículos periodísticos que mostraron un amplio abanico de conclusiones, sin agotar el tema. Lamentablemente predomina entre los más jóvenes una visión simplificadora de esa época en la que predomina la figura del militante fanático, disfrazado de Che Guevara, esquemático y enardecido. Y entre los menos jóvenes no falta el molesto recuerdo de un estado de efervescencia que contradice la dorada modorra actual: ¿cuestionamiento, negativa, combate, ruptura…? ¡qué pereza!
¿Qué pasaba en el 68?
El escándalo de agitación y represión de 1968 estalló en mayo. Por supuesto, es obligatorio decir que no nació por generación espontánea, que hubo mojones importantes que crearon las condiciones para que así sucediera, etcétera. Había descontento y sobre todo una sensación de que el futuro se había cerrado. Las dificultades económicas de un buen número de hogares de nivel medio y bajo estaban en el trasfondo semiconsciente del estudiantado. A esa edad no pensábamos mucho en las cuentas a pagar, pero entendíamos. La amenaza de subir el precio del boleto estudiantil de $6 a $10 fue -perdón por la imagen gastada- el fósforo que encendió la pólvora.
Las manifestaciones contaban cada vez con mayor número de estudiantes. Empezaron las ocupaciones de liceos. A las pocas semanas se incorporan al agitado escenario los estudiantes de la Universidad del Trabajo y de Magisterio.
En el 68 fuimos los jóvenes de secundaria los que pusimos el grito en el cielo, pero todo estaba preparado para que el coro se completara y así fue. En el ámbito sindical se vivió un momento crucial de enfrentamiento a la política antipopular del gobierno.
En los primeros días de junio apareció la novedad: el uso de balas contra los manifestantes.
En ese clima, el 13 de junio, el entonces presidente Jorge Pacheco Areco echó mano –y quedó prendido– de su recurso gubernamental preferido: las
Medidas Prontas de Seguridad (MPS). Dio el ultimátum a los estudiantes para desalojar los centros ocupados y, en el curso de una semana, militarizó a los funcionarios bancarios y a los de UTE, OSE, ANCAP y Telecomunicaciones. Esto me conmovió: cómo se llevaban a gente grande, seria, que no militaba, padres o madres de mis amigos, cargados como ganado en camiones militares. Esa era la militarización de los funcionarios públicos. Creo que me parecía natural que nosotros, los estudiantes, libráramos escaramuzas violentas con la policía. Pero me chocó profundamente el espectáculo de los trabajadores militarizados. Mi padre trabajaba en UTE, mis padrinos en ANCAP, mis vecinos en OSE.
Las medidas de seguridad despertaron una resistencia masiva. Es difícil resumir lo que pasó ese año, yo tenía una sensación de que cada cosa que pasaba era insólita, pero no tenía tiempo de acostumbrarme a la novedad cuando un nuevo hecho sorprendente ocurría: el 6 de julio la policía entró al local de la CNT. No era broma. Las balas contra los manifestantes habían incorporado la noción de peligro como un elemento nuevo en la decisión de lucha de todo el mundo. Pero aun así, no sé, tal vez el número, o la fuerza, o la multitud formada por nosotros pero también por trabajadores, algo en el clima de entonces equilibraba el miedo y daba sensación de que se podía.
Agosto empezó con ánimos caldeados. El 7 de agosto los Tupamaros secuestraron al presidente de UTE, Ulises Pereira Reverbel y el 9 la policía, con el pretexto de buscarlo, allanó la universidad y las facultades de Medicina, Agronomía, Arquitectura y Bellas Artes. ¡La policía en la universidad! Al igual que el allanamiento a la CNT, el hecho no tenía precedentes y hería profundamente la conciencia de autonomía universitaria que implicaba, entre otras cosas, la inviolabilidad de su territorio. La respuesta fue una verdadera batalla entre estudiantes y policía que duró todo el día, con focos en distintos barrios de Montevideo.
Como broche de caca de la jornada, el gobierno solicitó la destitución del Consejo Central de la universidad, que fue para nosotros algo así como si hoy Sanguinetti ordenara destituir a monseñor Gotardi: algo fuera de lugar, un atropello.
«Silencio: ha muerto un estudiante»
El año había marcado una diferencia importante respecto a los anteriores pero, aunque a partir de mayo hubo prácticamente una manifestación por día -cada vez más violentas, cada vez con más gases y palos-, todos sentíamos que el cambio era cuantitativo. Ya iban más de tres meses de agitación continua cuando de pronto algo volvió a cambiar.
El 12 de agosto, durante una manifestación, es herido de bala el estudiante Liber Arce. Durante dos días, mientras siguen las protestas callejeras, se intenta salvarle la vida, pero muere el 14 y de pronto, como un recurso cinematográfico, se hace silencio en las calles. En la universidad se coloca un enorme cartel que dice «Silencio: ha muerto un estudiante». Cientos de estudiantes y trabajadores empiezan a juntarse en la universidad. Son miles los convocados a la concentración más grande que conociéramos quienes entonces teníamos menos de 20 años. Difícil recordar los sentimientos. Sin duda predominaba el dolor y la rabia. Tal vez miedo, pero en menor proporción. En la refriega donde hirieron a Liber, en facultad de Veterinaria, algunos compañeros lograron quedarse con la gorra del policía autor de los balazos. En la gorra estaba el nombre: suboficial Enrique Tegiachi, de la seccional 9ª. El policía fue procesado.
Después del sepelio, junto a miles de personas, recorrimos 18 de Julio dos veces. Algunos dirigentes estudiantiles se desgañitaban en los parlantes tratando de dispersar a los morosos después de la segunda vuelta. Había grupos decididos a quedarse y así lo hicieron, arrancando en pequeña pero descontrolada manifestación que rompió vidrieras, incendió, volcó autos. La sensación de rabia ante la muerte de Liber se quedó entre nosotros, quién sabe con qué síntesis para cada uno. Seguramente para nuestros padres el miedo creció velozmente. «Yo no quiero héroes, quiero hijos», decían entonces.
Íntima
Entre los 15 y los 18 años –ellos aún con granitos en la cara, nosotras con corpiños semivacíos– las ideas son una parte de la vida, ni más ni menos importante que los deseos, los sentimientos y la pasión. Esto significa que la derrota de alguna de aquellas ideas –o de muchas, o de casi todas– no es equivalente a la derrota pura y dura. La verdadera derrota necesita acabar con las ideas por supuesto, pero también con el deseo y con ese tejido intersticial que, en mi opinión, está hecho de voluntad y confianza en la propia acción.
No había en 1968 una noción tan generalizada como la hay en estos años de que la acción humana individual es irrelevante. Primera diferencia básica: nosotros sí creíamos que era posible cambiar la realidad. Y las personas con quienes se compartía la magna tarea de cambiar el mundo eran queridas, nobles y confiables. Los amigos, los compañeros, no eran sólo un refugio ante la maldad del mundo, eran el colectivo con el que íbamos a construir un mundo de felicidad. No necesitábamos estimulantes químicos porque la vida nos prodigaba excitación y vértigo a manos llenas.
El grupo era un lugar amistoso donde discutíamos con la misma vehemencia las consignas de lucha y las limitaciones de la moral burguesa; la desobediencia a la consigna de CESU de desalojar los centros ocupados y la invasión soviética a Checoslovaquia.
Mi recuerdo más antiguo de manifestación estudiantil fue la quema de una bandera norteamericana en 1964, en protesta por la invasión a Santo Domingo. Desde 1964 hasta 1968 tuve un novio anarquista, hijo de un republicano español, con el que solíamos pasear por el Jardín Botánico. Cuando el cariño hacía saltar los botones, yo ponía el freno. Pero él era un hábil argumentador y tiraba por tierra todos mis pretextos. Entonces yo me enojaba y «rompíamos». Tras una breve separación volvíamos al ritual. Mantuvimos el juego durante cuatro años. Al mismo tiempo que discutía en las asambleas o participaba en manifestaciones antiimperialistas, yo me enredaba en la explicación de mi negativa a mantener relaciones sexuales. No tenía argumentos, decir que no porque no quería y punto, me parecía pueril.
Durante esos años compartí reflexiones y dudas con un grupo de amigos, anarquistas e independientes. A nuestro alrededor merodeaban dos tipos de seductores, ambos entrañables: los tupamaros y los comunistas. La tentación política era ya ineludible y nosotros optamos, con reservas, por afiliarnos a la Federación Anarquista Uruguaya, FAU. Desde esa base viví el vértigo de aquellos años. En medio de la ola (y de las olas), equidistante -en el lenguaje de entonces- del foquismo y del reformismo, alimentaba mi vena heroica.
Me sentía linda, con una grata sensación de que mi presencia física ejercía alguna influencia dondequiera que estuviera. Sabía que estábamos del lado bueno del mundo.
Ivonne Trías
Giovanni Sartori, archienemigo de las ideas del 68, es profesor de Filosofía y de Ciencias Políticas en Italia y Estados Unidos, autor de numerosos libros
sobre ciencia política. Amenaza con visitar Uruguay este año.