La adolescencia sin soledad

Este artículo fue publicado en la revista Cotidiano Mujer Nº28, en 1998. Puede encontrar todas las revistas aquí y los posteriores cuadernos aquí.

Lloran sin rabia
y envejecen haciéndose más sabias

saben coger la vida por los cuernos,

pero también
correr para no verse en el infierno.

En 1968, tenía 15 años y terminaba el liceo. Vivía en un ambiente familiar marcado por la política.

Los temas de la década estaban en mi repertorio: Cuba, revolución, imperialismo, luchas populares, Vietnam, Praga, dictadura. Convivían en mi cotidiano los Beatles (la pasión era por John Lennon, más «cabeza» y contestatario) y Che Guevara, montando un perfil «típico» de adolescente. A esto se agregaban las demás preocupaciones de la adolescencia: el pelo, la ropa, la contestación que pasaría o no por el modo de vestir y el peinado, los muchachos, la identidad. Desde 1960 usaba la minifalda y el jeans (lo que todavía era visto con malos ojos por los padres). Pienso, con referencia al hoy, que lo que caracterizaba el 68 (del punto de vista de quien de una u otra forma lo vivió) era la imposibilidad de elegir una preocupación o punto de vista dominante. Las dos consignas, mudar la vida (changer la vie – transformar la vida) y cambiar la sociedad (changer la société, transformar la sociedad) se unían profundamente. Como discurso latinoamericano que era fuerte en aquel momento (respondiendo al discurso mundial, francés incluso) era el discurso del hombre nuevo. Entonces, pelo, relacionamiento amoroso, militancia política, música, tendían a apoyarse mutuamente, formando un intrincado sistema.

Las decisiones estaban hechas de emoción y pasión, construcción de identidades estéticas y éticas. La belleza, el cuerpo convivían con el discurso libertario en el plano político.

Autonomía para pensar

Un hecho interesante en aquella época: estudiaba en el liceo Suárez cuando ocurrió la invasión soviética a Checoslovaquia (acontecimiento típico y precursor del 68). Salimos del liceo y se organizó una manifestación enfrente a la embajada (enfrente del liceo). Yo dudaba, pues la costumbre era manifestar contra los americanos, nunca contra los rusos (soviéticos en la época). Era extraño y me sentía dividida entre la solidaridad juvenil (los jóvenes en Praga contra los tanques) y aquel sistema soviético presentado como aliado contra los americanos y modelo a ser seguido. Venció la solidaridad, o sea, fue posible manifestar contra la autoridad, contra el sistema, aun cuando éste todavía se encontraba investido de visión positiva.

Una diferencia con el hoy es precisamente ésta: los signos parciales de la contestación no se encontraban fragmentados, capturados por el mercado (todavía). Estos signos parciales (en una época todos, hombres y mujeres, usábamos jeans y alpargatas) se juntaban y apoyaban en otros, llevando a una crítica radical.

Entre jóvenes de la clase media, estudiantes, este momento se revela como ruptura de preconceptos y de barreras sociales. Es posible moverse entre los obreros, conocer trabajadores, ampliar los círculos. Más tarde viví la experiencia, durante una huelga en el iava, de los contracursos (pues había también una explosión de creatividad en las formas de lucha, tiempos de diversidad) que discutía los espacios tradicionales, los espacios y los tiempos del trabajo, del estudio, del placer, del ocio. Era posible el movimento, estar en otros lugares, vivir diferentemente los tiempos.

Vacunarse contra la virginidad

Sobre el sexo: en una pared del IAVA(69) podía leerse la frase: «la virgindad produce cáncer: ¡vacunate!» En esta frase cabe parte del espíritu de 68, pues juega con tabúes, cosas muy serias y propias de un discurso «autorizado», el discurso médico (enfermedad, cáncer, muerte) contraponiéndolo al discurso del sexo (vida). Yo lo tomé muy en serio. Creía que debía perder la virgindad antes de los 16 años, pues de otra forma, después, ya estaría vieja y habría perdido la oportunidad.

La relación de todo esto con la familia era ambigua, como no podría dejar de serlo. Hacíamos sexo pero mentíamos en casa,diciendo que íbamos a estudiar en casa de una amiga. Hablábamos más o menos de las manifestaciones, pues los padres se preocupaban. Nosotros no: había una sensación de estar «galopando en el caballo blanco de la historia» (Milan Kundera) y había aquella impresión muy propia de la juventud de invencibilidad, de fuerza, de empuje. Las cosas sucedían: muertes de estudiantes, confrontaciones, violencia. No llegaban a marcar profundamente pues predominaba el «todos juntos venceremos». Es importante insistir en la identidad colectiva (mundial, incluso) que se crea en la época y rompe con la soledad (tan profunda en la adolescencia).

Todo esto es lo general, el ethos de la época. Teníamos todas las contradicciones posibles y las idas y venidas y amalgamas de lo tradicional y lo nuevo (no existe hombre «nuevo» y sí posibilidades nuevas de vivir que se juntan a las tradicionales). Los chicos todavía eran machistas: eran los guerreros de la línea del frente. Las mujeres eran su «reposo», en muchos casos. Pero la posesión era ya difícil y se circulaba, se podía elegir, decir no. Nosotras éramos muy bien recibidas (tal vez con un poco de paternalismo) en los grupos de militancia: salíamos de la «minoridad» y éramos muy bien recibidas por los hombres que ya habían salido. Era, sin duda, una nueva visión sobre las mujeres que no tendría vuelta. En el trabajo, en la militancia, en el placer, muchos discursos sobre la igualdad entre sexos comezaban a condensarse. Era un placer (es) ser mujer.

Flavia Schilling

Flavia Schilling es hija de exiliados políticos brasileños en Uruguay. Estuvo presa en el penal de Punta de Rieles desde 1972 a 1980 y actualmente, casada y con un hijo, vive en Brasil. Es doctora en Sociología y trabaja como investigadora asociada en sociología jurídica y derechos humanos.

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