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Junia
Puglia
Soy
zurda. Nací en la segunda mitad de los 1950. De haber nacido veinte
años antes, eso hubiera sido un gran problema. Como pasó
con mi madre, que era zurda y la forzaron a escribir con la mano derecha:
así se hacía con esa gente “rara”, que insistía
en usar la “otra mano”. No era normal, pero tampoco era una
opción, ya que los zurdos nunca sentimos que podíamos elegir
ser diestros si lo deseábamos. Éramos forzados a serlo.
Así
sucedió durante milenios. Los zurdos eran peligrosos, tenían
parte con el demonio, hacía falta domarlos. Hasta que los misterios
de la mente humana se empezaron a desvelar y se llegó a la conclusión
que ser zurdo era normal de veras, no afectaba el carácter, la
capacidad, la inteligencia o la “destreza”. No era más
que una forma diferente de ejecutar habilidades sicomotoras. Diferente
de la mayoría, pero nada diferente para nosotros.
Y
hay más: hay gente con la misma habilidad en ambas manos y pies,
o que usa alternadamente la izquierda y la derecha como dominantes en
diferentes tareas. Ya no llama la atención de nadie. En nuestro
mundo “cristiano occidental”, la lateralidad no hace ninguna
diferencia, excepto, quizás, por una convención social profundamente
arraigada, que determina que los saludos se hagan con la mano derecha.
Un
lindo ejemplo de cómo, a lo largo de la historia humana, algunos
mitos sobre nuestra naturaleza se crearon y demolieron.
Como espero que suceda un día con el de la sexualidad. Teniendo
en cuenta las proporciones de complejidad e implicaciones en la vida de
la gente, estoy convencida que estamos acercándonos a concluir
que – ¡suprema revelación! – hay personas heterosexuales
(“diestras”), homosexuales (“zurdas”), bisexuales
(“ambidiestras”), pan-sexuales (“con lateralidad alternada”,
digamos), todo-sexuales, asexuales, y todo lo que quiera el diablo (o
dios), sin que esto sea un gran drama o fuerce los respectivos “portadores”
a sufrimientos, constreñimientos, adiestramientos o “conversiones”.
Quiero estar bien viva para verlo²
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