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Cobardía
e Hipocresía
EL
cardenal Juan Luis Cipriani, arzobispo de Lima, habla a veces con una
claridad tremante. En su homilía del 24 de noviembre, en la catedral
de Lima, por ejemplo, llamó cobardes e hipócritas
a los legisladores peruanos que, dos meses antes, habían considerado,
en la revisión de la Constitución que se halla en marcha,
exceptuar, dentro de la prohibición del aborto que consigna la
carta constitucional, los casos en que el parto pondría en peligro
la vida de la madre.
El
Presidente de la Conferencia Episcopal del Perú, monseñor
Luis Bambarén -quien, a diferencia de Cipriani, tiene unas sólidas
credenciales de lucha en favor de los derechos humanos en la historia
reciente del Perú- se apresuró a pedir excusas a los congresistas
peruanos por el insulto y, reiterando la oposición de la Iglesia
católica al aborto, explicó que aquel exabrupto no comprometía
a la Institución, sólo a su exaltado autor.
Juan
Luis Cipriani no pasará a la historia por su vuelo intelectual,
del que, a juzgar por sus sermones, está un tanto desprovisto,
ni por su tacto, del que adolece por completo, sino por haber sido el
primer religioso del Opus Dei en obtener el capelo cardenalicio, y por
su complicidad con la dictadura de Montesinos y Fujimori, a la que apoyó
de una manera que sonroja a buen número de católicos peruanos,
que fueron sus víctimas y la combatieron. La frase que lo ha hecho
famoso es haber proclamado, en aquellos tiempos siniestros en que la dictadura
asesinaba, torturaba, hacía desaparecer a opositores y robaba como
no se ha robado nunca en la historia del Perú, que los derechos
humanos son una cojudez (palabrota peruana equivalente a la española
gilipollez). Porque el cardenal Cipriani es un hombre que,
cuando se exalta -lo que le ocurre con cierta frecuencia- no vacila en
decir unas palabrotas que, curiosamente, en su boca tienen un retintín
mucho más cómico que vulgar. Nadie puede regatearle al arzobispo
de Lima su derecho a condenar el aborto, desde luego. Éste es un
tema delicado, que enciende los ánimos y provoca la beligerancia
verbal -y a veces física- en los países donde se suscita,
pero sería de desear que los prelados de la Iglesia que tienen
posiciones tan rectilíneas y feroces sobre el tema del aborto,
y no vacilan en llamar asesinos, como él lo ha hecho,
a quienes estamos en favor de su despenalización, mostraran una
cierta coherencia ética en sus pronunciamientos sobre este asunto.
A
quienes estamos a favor de la despenalización jamás se nos
ocurriría proponer que el aborto fuera impuesto ni obligatorio,
como lo fue en China Popular hasta hace algunos años, o en la India,
por un breve período, cuando era Primera Ministra la señora
Indira Gandhi. Por el contrario; exigimos que, como ocurre en Inglaterra,
España, Francia, Suiza, Suecia y demás democracias avanzadas
de Europa occidental, donde la interrupción de la maternidad está
autorizada bajo ciertas condiciones, ésta sólo se pueda
llevar a la práctica después de comprobar que la decisión
de la madre al respecto es inequívoca, sólidamente fundada,
y encuadrada dentro de los casos autorizados por la ley. A diferencia
de esos fanáticos que en nombre de la vida incendian
las clínicas donde se practican abortos, acosan y a veces asesinan
a sus médicos y enfermeras, y quisieran movilizar a la fuerza pública
para obligar a las madres a tener los hijos que no quieren o no pueden
tener (aunque sean producto de una violación o en ello les vaya
la vida), quienes defendemos la despenalización no queremos obligar
a nadie a abortar: sólo pedimos que no se añada la persecución
criminal a la tragedia que es siempre para una mujer verse obligada a
dar ese paso tremendo y traumático que es interrumpir la gestación.
Desde
luego que sería preferible que ninguna mujer tuviera que verse
impelida a abortar. Para ello, por lo pronto es indispensable que haya
una política avanzada de educación sexual entre los jóvenes
y que el Estado y las instituciones de la sociedad civil suministren información
y ayuda práctica para la planificación familiar, algo a
lo que la Iglesia católica también se opone. Desde luego,
la planificación familiar sólo puede consistir en facilitar
una información sexual lo más amplia y objetiva posible,
y una ayuda a quien la solicita, pero de ninguna manera en inducir, y
mucho menos en imponer por la fuerza a las mujeres una determinada norma
de conducta en torno a la gestación y el alumbramiento. La dictadura
de Fujimori y de Montesinos no lo entendió así. Estaba a
favor de la planificación familiar y la puso en práctica,
con una crueldad y salvajismo sólo comparables a las castraciones
y esterilizaciones forzosas que llevaron a cabo los nazis contra los judíos,
negros y gitanos en los campos de concentración. Los agentes de
salud -enfermeras y médicos entre ellos- de la dictadura que asoló
el Perú entre 1990 y 2000, se valían de estratagemas farsescas,
en las campañas que llevaban a cabo en comunidades y aldeas campesinas,
principalmente andinas, aunque también selváticas y costeñas,
como convocar a las mujeres a vacunarse o a ser examinadas gratuitamente.
En verdad, y sin que nunca se enteraran de ello, eran castradas. De este
modo fueron esterilizadas más de 300 mil mujeres, según
ha revelado una investigación parlamentaria. Fujimori seguía
de cerca esta operación -en la que perecieron desangradas o por
infecciones millares de campesinas- de la que le informaba semanalmente
el Ministerio de Salud.
¿Dónde
estaba el furibundo arzobispo de Lima mientras la dictadura de sus simpatías
perpetraba, con alevosía y descaro, este crimen de lesa humanidad
contra cientos de miles de mujeres humildes? ¿Por qué no
salió entonces a defender la vida con las destempladas
matonerías con que sale ahora a pedir a Dios que no bendiga
a quienes perpetran abortos? ¿Por qué no ha dicho nada todavía
contra esos cobardes e hipócritas funcionarios del fujimorato que
perpetraron aquellos crímenes colectivos valiéndose del
engaño más innoble para cometerlos?
Las
organizaciones feministas le han recordado al arzobispo Cipriani que unos
350 mil abortos clandestinos se llevan a cabo anualmente en
el Perú. Y pongo clandestinos entre comillas pues, en realidad,
no lo son. La periodista Cecilia Valenzuela mostró, en su programa
Entre líneas, la misma noche de la homilía del
cardenal, un espeluznante reportaje sobre el aborto clandestino
en el que aparecían dantescas imágenes de fetos arrojados
en las playas de Lima, y avisos publicitarios, en muchos periódicos
locales, de comadronas y aborteros que ofrecían al público
servicios de raspados y amarre de trompas, sin
el menor disimulo. Ésta es una realidad que el Estado no puede
soslayar: cientos de miles de mujeres se ven obligadas a abortar y lo
hacen en condiciones que reflejan la abismal disparidad social y económica
de la sociedad peruana. En el Perú, como en la mayor parte de los
países que penalizan el aborto, las mujeres de la clase media y
alta abortan en clínicas y hospitales garantizados, y por mano
de médicos diplomados. Las pobres -la inmensa mayoría- en
cambio, lo hacen en condiciones misérrimas en las que a menudo
la madre se desangra y muere a causa de la falta de higiene y de infecciones.
La despenalización del aborto no persigue estimular su práctica;
sólo paliar y dar un mínimo de seguridad y cuidado a un
quehacer desgraciadamente generalizado y cuyas víctimas principales
son las mujeres de escasos recursos. No es inhumanidad y crueldad lo que
lleva a innumerables madres a interrumpir el embarazo: es el espanto de
traer al mundo niños que llevarán una vida de infierno debido
a la miseria y la marginación.
La
Iglesia católica tiene todo el derecho de defender su rechazo del
aborto y de pedir a los creyentes que no lo practiquen. Pero no tienen
derecho alguno de prohibir a quienes no son católicos actuar de
acuerdo a sus propios criterios y a su propia conciencia, en una sociedad
donde, afortunadamente, el Estado es laico, y -por el momento, al menos-,
democrático. La discusión sobre dónde y cuándo
comienza la vida no es ni puede ser científica. Decidir
si el embrión de pocas semanas es ya la vida, o si el nasciturus
es sólo un proyecto de vida, no es algo que los médicos
o los biólogos decidan en función de la ciencia. Eso es
algo que deciden en función de su fe y sus convicciones, como nosotros,
los legos. Con el mismo argumento que los partidarios de la penalización
proclaman que el embrión es ya la vida podría
sostenerse que ella existe todavía antes, en el espermatozoide
y que, por lo tanto, el orgasmo de cualquier índole constituye
un verdadero genocidio. Por eso, en las democracias, es decir en los países
más civilizados del mundo, donde impera la ley y la libertad existe,
y los derechos humanos se respetan y la violencia social se ha reducido
más que en el resto del mundo, esa discusión ha cedido el
paso a una tolerancia recíproca donde cada cual actúa en
este campo de acuerdo a sus propias convicciones, sin imponérselas
a los que no piensan igual, mediante la amenaza, la fuerza o el chantaje.
Y
en ellos se reconoce que la decisión de tener o no tener un hijo
es un derecho soberano de la madre sobre la que nadie debe interferir,
siempre y cuando aquella decisión la madre la adopte con plena
conciencia y dentro de los plazos y condiciones que fija la ley. Si alguna
vez el país en el que nací alcanza los niveles de civilización
y democracia de Inglaterra, Suecia, Suiza y (ahora) España, para
citar sólo los que conozco más de cerca, ésta será
también la política que terminará por imponerse en
el Perú. (Ya sé que falta mucho para eso y que yo no lo
veré).
Una
última apostilla. Cada vez que se le afea su conducta ciudadana
y sus úcases políticos, el arzobispo de Lima blande la cruz
y, envuelto en la púrpura, clama, epónimo: ¡No
ataquen a la Iglesia de Cristo! Nadie ataca a la Iglesia de Cristo.
Yo, por lo menos, no lo hago. Aunque no soy católico, ni creyente,
tengo buenos amigos católicos, y entre ellos, incluso, hasta algunos
del Opus Dei. Tuve un gran respeto y admiración por el antiguo
arzobispo de Lima, el cardenal Vargas Alzamora, que defendió los
derechos humanos con gran coraje y serenidad en los tiempos de la dictadura,
y que fue una verdadera guía espiritual para todos los peruanos,
creyentes o no. Y lo tengo por monseñor Luis Bambarén, o
por el padre Juan Julio Wicht, el jesuita que se negó a salir de
la embajada del Japón y prefirió compartir la suerte de
los secuestrados del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru, y por
el padre Gustavo Gutiérrez, de cuyo talento intelectual disfruto
cada vez que lo leo, pese a mi agnosticismo. Ellos, y muchos otros como
ellos entre los fieles peruanos, me parecen representar una corriente
moderna y tolerante que cada vez toma más distancia con la tradición
sectaria e intransigente de la Iglesia -la de Torquemada y las parrillas
de la Inquisición- que el vetusto cardenal Juan Luis Cipriani se
empeña en mantener viva contra viento y marea²
Fuente:
Caretas del 12/12/2002
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