Alejandra
Sardá
ž
Articulación Feminista MARCOSUR
A
mi querida maestra Charlotte Bunch
Buenas
tardes. Quiero agradecer a mis colegas de PRISMA por haberme
honrado con la invitación a participar de este taller.
Me
gustaría compartir con ustedes algunas ideas y algunas experiencias
acerca de la relación entre nacionalismo, fundamentalismo y
sexualidad en América Latina. Cuando me refiero aquí a «fundamentalismo»
sigo la definición que aprendí de mis compañeras de la Red de
Mujeres que Viven bajo Leyes Musulmanas: el fundamentalismo
como la utilización de una versión distorsionada de la religión
y/o la cultura para mantener o conquistar el poder político.
En
América Latina, la relación entre nacionalismo y fundamentalismo
tiene una historia muy antigua. Comenzó con los imperios indígenas
que estaban regidos por una alianza de sacerdotes y guerreros.
Estos imperios sometieron a otras naciones indígenas; las explotaron
económicamente; ofrendaron a los vencidos y las vencidas como
sacrificios humanos para que los dioses les garantizaran todavía
más poderío. E intentaron arrasar con toda costumbre que no
encajara en la visión militarista y jerárquica del imperio.
Por ejemplo, con el poder que las mujeres tenían en muchas de
las naciones sometidas o con la diversidad de prácticas e identidades
sexuales.
Siguió
con los conquistadores españoles y portugueses, con el genocidio
perpetrado por los militares en los cuerpos y por los sacerdotes
católicos en las almas, las sexualidades, las expresiones artísticas
y los idiomas de los pueblos indígenas de América. La iglesia
y las bandas armadas volvieron a aliarse para traficar esclavas
y esclavos provenientes de Africa, que sufrieron el mismo genocidio
de prácticas e identidades, culturales, sexuales, religiosas
y lingüísticas. Durante la colonia, la iglesia católica –con
el aval del poder secular– persiguió y asesinó a cientos de
mujeres que ejercían su sexualidad por fuera del matrimonio
(con hombres o con otras mujeres), a homosexuales varones y
a disidentes culturales y políticos, para preservar el «orden
natural y la moral».
En
el siglo XIX llegaron los constructores de las nuevas naciones
americanas, libres de la dominación española pero esclavas del
capital inglés. Se crearon los estados que hoy existen en América,
y hubo que inventarles naciones. Así surgieron banderas, himnos,
leyendas –todas de naturaleza militar (todos los himnos americanos
son canciones de guerra) y la utilización fundamentalista de
símbolos religiosos: en todos nuestros países hay una virgen
que encarna el ser de la nación, que acompaña a las tropas y
a quien se le consagra la bandera nacional. El genocidio indígena,
y afro, y mestizo, continuó, porque los nuevos estados–nación
necesitaban más territorios y más riqueza. Y el continente se
fue llenando de inmigrantes: de España, Italia, Rusia, China,
Japón, así como personas eslavas, árabes y judías sin estado.
Las
naciones que se estaban inventando a sí mismas necesitaban desesperadamente
de identidades homogéneas y fuertes. Por lo que los pueblos
inmigrantes también debieron silenciar sus idiomas, sus costumbres,
sus particularidades para ser incluidos en «la nación». La iglesia,
la policía y la medicina se unieron para perseguir, torturar,
forzar al suicidio, aislar y en algunos casos asesinar a todas
aquellas personas que quisieran vivir su sexualidad fuera del
«orden natural y la moral pública», ya que proteger ambos era
fundamental para construir y luego preservar las nuevas naciones.
En
el siglo XX llegó el imperio estadounidense, y comenzó a imponerse
la homogeneización del Mc Donald’s y la Coca Cola, de los planes
de ajuste estructural y las privatizaciones. El militarismo
aportó las «guerras contra la subversión» que asesinaron, encarcelaron,
torturaron y obligaron a exiliarse a cientos de miles de personas
que luchaban por sociedades más justas en todo el continente.
Salvo excepciones notables, como Brasil y Chile, la mayoría
de las jerarquías católicas del continente acompañaron y bendijeron
ese nuevo genocidio–como necesario para defender el «orden moral»
de la nación». Y se ocuparon de difundir la idea de que las
y los disidentes políticos carecían de moral y tenían una sexualidad
desordenada –lo que no es cierto porque en realidad las organizaciones
revolucionarias eran tan militaristas y puritanas como el sistema
que buscaban destruir. Es interesante señalar que los movimientos
libertarios –de mujeres y disidentes sexuales– que habían comenzado
a surgir con mucha fuerza en los 60 y en los 70, fueron «borrados
del mapa» por la urgencia y la violencia del genocidio contra
las luchadoras y luchadores sociales. A nuestro continente le
llevó casi dos décadas poder volver a hablar de «liberación
sexual» y a organizarse políticamente en torno a temas sexuales
y de género. Y cuando por fin lo logró, ya no fue en búsqueda
de la «liberación sexual» sino de los «derechos sexuales». No
tengo tiempo de profundizar en este punto, pero por favor noten
la diferencia.
Un
ejemplo todavía muy vigente de la alianza entre la espada y
la cruz es la idea de «moral pública». En toda América Latina,
se arresta y tortura a personas transgénero porque su mera presencia
en la calle «ofende la moral pública». O se impide la realización
de una marcha del orgullo gay por el mismo motivo. Los códigos
penales de nuestros países y los tratados internacionales de
derechos humanos como el mismísimo Pacto Internacional sobre
Derechos Civiles y Políticos avalan esos actos de violencia,
porque incluyen la «moral pública» como razón válida para limitar
la libertad de expresión –que incluye la forma en que una expresa
su género– o la de reunión. Ninguna ley define qué se entiende
por «moral pública». La iglesia, que es la custodia del alma
de la nación, es quien lo hace.
Los
imperios –todos los imperios– son siempre militaristas y puritanos.
Porque basan su fuerza en el control de los cuerpos, las mentes
y las voluntades de las personas. La mayoría de las naciones
sueñan con ser imperios. Y establecen, en la medida que pueden,
los mismos mecanismos de control que los imperios.
Las
naciones que sueñan con ser imperios –las que concretan su sueño
y las que no, las inventadas para llenar un estado y las que
no recordamos cuándo fueron inventadas– todas comparten algunos
mitos acerca de su origen, que justifican su alianza con el
fundamentalismo. En el origen que las naciones sueñan para sí
mismas, siempre están la naturaleza y Dios.
Pero
la naturaleza no como algo de lo que somos parte sino como algo
ajeno a nosotras, que Dios nos da para que lo sirvamos a través
de ella. ¿Y quién sabe cuál es el deseo de Dios? Sus representantes
en la tierra, por supuesto. Y ellos nos dirán cuáles son los
usos apropiados de la naturaleza para gloria de Dios. Como se
trata de una lógica imperialista, de una lógica de servidumbre,
esos usos «naturales» servirán a la explotación: la sexualidad,
para la reproducción; el cuerpo, para el trabajo; los animales,
para ser comidos o mascotas; las plantas, para alimento o decoración;
la tierra, el agua, el aire, para generar riqueza. Todo otro
«uso» es antinatural. Cómo estarán ligadas la nación y la naturaleza,
que cuando alguien adquiere una nacionalidad, decimos que «se
naturalizó».
Contra
el ejemplo de la naturaleza viva –donde casi todo muta, crece,
muere, se mezcla– en la imaginación humana lo que es «natural»
–como la nación– es lo que no cambia, lo que no puede cambiar,
lo que es uno solo. La nación es un pueblo, una sangre, un idioma,
una raza, un himno, una bandera, una sola voz. La nación siempre
ha sido y siempre será. Y la religión, de la que la nación es
inseparable (no hay naciones laicas), es también una: un solo
dios, un solo texto, una sola interpretación de ese texto. Y
en este contexto, la sexualidad también es una sola: tenemos
un solo sexo, una sola preferencia sexual, una sola práctica
sexual aceptable, sólo un período en la vida para ser sexuales,
sólo un propósito para la sexualidad, que la naturaleza decide
por nosotros, y que complace a Dios.
Es
difícil ser humana. Da miedo. Porque en realidad estamos solas,
porque nunca terminamos de conocer del todo a nadie –ni siquiera
a nosotras mismas– y a lo sumo podemos rozar el misterio que
son las otras vidas por momentos, en el amor, en la amistad,
en la comunión ideológica o artística o espiritual, en el placer
sexual. Pero apenas rozar. Después, estamos solas, vamos a morir,
y no sabemos qué nos va a suceder de aquí a media hora. Tenemos
miedo de lo que no podemos controlar –que es casi todo, pero
nos gusta imaginarnos que no tanto. En algunos temas podemos
engañarnos, pero en otros, como la sexualidad, es imposible.
Ahí el supuesto control sucumbe en segundos ante un deseo, un
sueño, que jamás hubiéramos creído digno de nosotras y sin embargo
ahí está, sucediéndonos. Por eso la alianza de la cruz y de
la espada que sustenta los imperios se apoya en nuestra soledad,
en nuestra fragilidad, en nuestra necesidad de calor y aprobación,
en nuestra vanidad que nos hace necesitar sentirnos parte de
algo eterno y trascendente. Y ejerce su mayor control sobre
el área de la vida que es menos posible de ser controlada, y
que más nos asusta: nuestra sexualidad. Y se lo agradecemos
a la cruz y a la espada obedeciendo, formando parte de sus instituciones,
creyendo que necesitamos instituciones que medien entre nosotras
y el caos de la vida, la incertidumbre y la muerte.
¿Es
posible atender a esos miedos y a esas necesidades de otras
formas? Sí. Es posible fundar la pertenencia a un lugar determinado
del planeta en valores que no sean militaristas ni imperiales
y que no necesiten de estados; que no dependan de dogmas y no
necesiten iglesias. En la textura del aire, las comidas, las
historias, los chistes que no necesitamos que nos traduzcan,
las canciones que nuestras madres cantaban y que sabemos de
memoria sin que nunca hayamos tenido que aprenderlas. Es posible
vivir una sexualidad que sea juego, comunicación, exploración,
respeto profundo por el propio cuerpo, sus ritmos, sus misterios,
sus deseos, y por el cuerpo de la otra mujer, del otro hombre,
de la otra persona transgénero, de la otras mujeres y los otros
hombres y las otras personas transgéneros que nos honran con
su entrega –por una noche, por unas cuantas veces o por toda
la vida.
Es
posible exigir una redefinición de la «moral pública» desde
las personas y las comunidades, juntándonos a discutir qué límites
queremos que existan para la conducta en los espacios públicos
que compartimos. Es posible crear movimientos como el Zapatista
que reivindica con mucha fuerza no una cultura, sino el derecho
a la existencia de variadas culturas; «un mundo en el que quepan
muchos mundos», como ellas y ellos dicen. Que no concibe la
cultura como algo estático sino que se ha atrevido a revisarla,
de tal manera que, por ejemplo, en las comunidades zapatistas
a las niñas ya no las raptan ni las casan por la fuerza a los
13 años porque las mujeres decidieron que quieren ser ellas
quienes decidan cuándo, cómo y con quién se van a casar. Que,
hasta donde yo sé, es el único movimiento social de América
Latina que no sólo habla de «hombres y mujeres», de «homosexuales
y lesbianas» sino que también habla de «transexuales». Y que
en el texto que sigue une, sin diluirlas, las resistencias sexuales,
étnicas, económicas y políticas:
«Nombremos
cualquier rincón del planeta y seamos perseguidos junto a homosexuales,
lesbianas y transexuales; resistamos con las mujeres al impuesto
destino de decoración idiota; resistamos con los jóvenes a la
máquina trituradora de inconformismos y rebeldías; resistamos
con obreros y campesinos a la sangría que, en la alquimia neoliberal,
convierte muerte en dólares; caminemos el paso de los indígenas
de América Latina y con sus pies hagamos el mundo redondo para
que ruede... Nombremos y miremos el mundo que no existe ahora,
pero que empezará a existir en nuestras palabras y en nuestras
miradas».
Muchas
gracias
ž
Presentada en el Foro Social Mundial en Mumbai, 2004.