«Le titre ne contredit pas le
dessin; il l’affirme autrement»
(Ceci
n’est pas une pipe, Michel Foucault)1
Fabián Sanabria–S2
Ante
todo deseo agradecer a l@s organizador@s de este encuentro
por haberme invitado a participar, y a ustedes también
quiero expresarles mi afecto por confiar en un joven antropólogo
que se dispone a hablar —de otra manera— de una proposición
que discretamente debería ser consigna de toda reivindicación
plural, en materia de sexualidad: el derecho a la indiferencia.
Porque como hemos visto a lo largo de estos días, es indispensable
tener en cuenta que las relaciones sociales son concebidas
de manera arbitraria, a partir de la visión y división
de las actividades humanas según la oposición, o más bien
siguiendo una «alternancia entre lo masculino y lo femenino»3,
para que la vida social produzca su «necesidad objetiva
y subjetiva» tras la comprensión de estas dos dimensiones,
a través de su inserción en un sistema de oposiciones
homólogas que tiende a privilegiar el primer término de
esa alternancia: arriba/abajo, adelante/atrás, derecha/izquierda,
grande/pequeño, recto/curvo, seco/húmedo, duro/blando,
claro/oscuro, adentro/afuera, público/privado, etc.; clasificaciones
que corresponden a su turno a movimientos corporales y
a oposiciones que se sostienen mutuamente en el juego
inacabable de relaciones prácticas que la «división entre
los sexos» pareciera fundar en el «orden de las cosas»
—como funcionamiento de una «inmensa máquina simbólica»—
tendiente a ratificar la «dominación masculina» que la
hace posible4...
Trataré entonces de confrontar la proposición: «explicitar
una preferencia diferente» con respecto al «orden sexual
establecido», referente a tantas reivindicaciones particulares
que en materia de «género» expresan los grupos de actores
interesados, ¿logra acaso otra cosa distinta a ratificar
la visión y la división sexual de la vida social favoreciendo
la primacía «falocéntrica»? o, por el contrario, ¿desarrolla
efectivamente la posibilidad de considerar, de otra manera,
las relaciones establecidas bajo la rigidez del «poder
masculino»?
En
esa perspectiva, propongo señalar un camino metafórico,
a partir del célebre análisis del cuadro de René Magritte
(Ceci n’es pas une pipe) realizado por Michel Foucault5,
para aproximarnos —críticamente— a los grupos que reclaman
un cierto «pluralismo» en materia sexual, participando
—sin darse cuenta— «por procuración» en la dominación
masculina (apropiación de las categorías de presentación
y representación del mundo propias de los dominantes reproducidas
en los dominados, en el sentido en que David Hume hablaba
de la «facilidad con la cual los más numerosos son gobernados
por una minoría» revocando sus sentimientos y pasiones
en favor de sus dirigentes6.
Pero siguiendo esa perspectiva será necesario preguntar,
ante todo, si al partir de este presupuesto no participamos
también «por procuración» del punto de vista que justamente
queremos criticar:
¿Acaso
considerar como un «imperativo categórico» al «primado»
de la visión masculina (aún a través de la crítica) en
todos los universos sociales existentes o imaginados,
no excluye posibles contestaciones a ese imperativo en
universos particulares? ¿Acaso la no–consideración de
posibles contestaciones a la «dominación masculina» no
contribuye tácitamente a «consagrarla como tal»? ¿Cómo
salir del «imperativo de la dominación masculina» si no
señalando oposiciones que, aún sirviéndose de la lógica
de ese imperativo, tienden a relativizarlo?
Otra
posibilidad, menos dominante, trataría de explorar la
paradoja que implica la insistencia en la explicitación
de una cierta «aceptación» de la dominación masculina:
¿es un simple «conformismo» con el orden establecido que
necesita aceptarse y repetirse perpetuamente?
¿No
podrían contemplarse acaso los universos sexuales estilísticos
distintitos, ante las dificultades de invertir el
orden establecido, como una astucia práctica para contribuir
a «cambiar» ese orden, en tanto «margen de maniobra parcial»7?
Tales serán algunas de las preguntas que plantearemos,
teniendo en cuenta que —aunque las tendencias en esta
materia generalmente suelen ser «reivindicativas»8—
nuestra perspectiva simplemente propenderá por una vía
metafórica y, si reivindicaciones hay, éstas tendrán que
estar presentes en el ejercicio que se realice.
Es
importante hacer una digresión a propósito del «sentido
común». Hay que recordar —siguiendo El sentido práctico
de Pierre Bourdieu— que en la vida social existen dos
tipos de conformismos: un «conformismo moral», y un conformismo
lógico», con respecto al «orden de las cosas». El primer
conformismo normalmente lo sustenta la costumbre (recordemos
la raíz latina del término moral: mores, que se
refiere a lo habitual): este conformismo señala, según
el momento y el contexto, lo que es bueno o malo, lo que
es bello o feo, lo que es justo o injusto, lo que corresponde
y lo que no corresponde. En realidad, el terreno de la
moral se puede combatir a través de distintas luchas simbólicas
con comportamientos «amorales» o «inmorales»; dicho de
otra manera, con una «ética distinta». Sin embargo, el
«conformismo lógico» pareciera ser un orden mucho más
difícil de combatir porque ya no es el simple hábito (que
no hace al monje y se puede cambiar), sino el habitus:
es decir, el arbitrario cultural incorporado y estructurado
a lo largo de toda una vida, producto de todos los procesos
de socialización a los cuales son sometidos los individuos
y los grupos, o sea, la cultura hecha carne e historia;
un generador y clasificador de prácticas sociales que
«es así porque sí, y punto».
Claro,
el habitus no es un «destino» pero sí un enorme
condicionamiento social que si ignoramos que nos condiciona,
entonces nos determina. En sus «campos de gravitación»
—por así decirlo— se estructuran los más profundos «conformismos
lógicos»; aquellas acciones prácticas de las cuales no
se habla «porque son así, y punto». De modo que, por ejemplo,
ir por la derecha y venir por la izquierda es un conformismo
lógico contra el cual atentaríamos gravemente si camináramos
hacia atrás —sin hacerle daño a nadie— sirviéndonos de
unas gafas tipo retrovisor o creyéramos (en términos prácticos)
que «no toda relación sexual implica una penetración»
(negándonos a participar de la división social más arcaica
del «trabajo sexual»), o si un grupo de soldados afirmara
vehementemente ante su comandante que «los hombres sí
lloran», o si una mujer se atreve a decirle a un hombre
cuánto le gusta porque está dispuesta a «no realizarse
como madre quedándose en casa cuidando en el futuro a
sus hijos». Y la lista de conformismos lógicos sería inagotable
si nos refiriéramos a las «prácticas sexuales» —cosas
de las que, por supuesto, casi nadie habla.
En
realidad, cuando contradecimos el sentido común que afirma,
«con todas las de la ley», tras dibujar una pipa en un
pedazo de papel: «Esto es una pipa», somos poco menos
que unos delincuentes. Y aquí entra en escena —para el
propósito de esta ponencia— el cuadro de René Magritte.
En 1926 aparece su primera versión en la cual dibuja —con
toda dedicación— una pipa, y escribe debajo, a mano, a
manera de indicación, con una escritura regular y artificial,
similar a la de un escolar que repite una lección: «Esto
no es una pipa». Una segunda versión —Foucault supone
que es la última— aparece mucho después, y en ella figura
la misma pipa, el mismo enunciado y el mismo tipo de escritura.
Mas en lugar de estar yuxtapuesta en un espacio indiferente,
sin límites ni especificación, el texto y la figura están
colocados en los límites de un cuadro que a su vez está
colocado en un caballete, y éste, a su turno, se encuentra
sobre las tablas visibles de un piso. No obstante, encima,
«en el aire», aparece una pipa similar a la dibujada en
el cuadro, pero mucho más grande. Bueno, la segunda versión
es la que efectivamente les pido considerar como metáfora
del tema que trato de abordar.
Ahora
bien, de acuerdo con el autor de la Historia de la
sexualidad, la primera versión desconcertaba por su
simplicidad; en cambio, la segunda, multiplicaba las incertidumbres
voluntarias: un cuadro supuestamente acabado que se contradecía
por su escritura ingenua, a la manera de un tablero de
clase; dos pipas dibujadas en lugar de una, la segunda
de ellas «flotando», sin coordenadas espacio–temporales,
quizá representando el «sueño» de la primera y por eso
el cuadro total «no podía ser sólo una pipa». En fin,
eso que dice no ser lo que aparenta ser es lo que aquí
nos interesa, especialmente por la composición que, en
segunda instancia, contradice y afirma. Si se me permite:
reivindicar las «diferencias sexuales» con una primera
contradicción no basta; es necesario algo mucho más afirmativo.
Una segunda versión que —tras la presentación histórica
de la primera— diga mucho más de lo que afirma negando,
hasta lograr una cierta consagración. Dicho de otra manera,
el cuadro de René Magritte llegó a los museos; el derecho
a la indiferencia sexual debe ser sancionado por el «campo
jurídico» en nuestras sociedades.
Permítaseme
ahora utilizar más abiertamente la metáfora. Una primera
versión de las luchas sociales por opciones distintas
a las «normales» (comunes y corrientes) en materia sexual,
puede equipararse a la primera versión del cuadro de Magritte.
Versión que llama la atención por lo económica, luego
por lo exótica, tal vez por lo contradictoria: cientos
de hombres y mujeres «gay» exhiben su diferencia hasta
la caricatura, uniformándose. Bastaría pensar en los primeros
desfiles y comparsas de las «gay–pride» de las principales
ciudades del mundo, en las cuales un cierto aire carnavalesco
quisiera llamar a gritos a los folkloristas, y más aún,
esos mismos escenarios parecieran «espantar» a quienes
no sintiéndose identificados con el exhibicionismo (pongamos
un ejemplo: de tantos machos encadenados y locas descarriadas),
prefieren seguir siendo vergonzantes o culposos en la
«clandestinidad de sus pulsiones».
Pero
una segunda versión, tal vez más inteligente en términos
de la violencia simbólica con la cual hay que combatir
los conformismos morales y lógicos, la podemos encontrar
tiempo después, en el mismo desfile, en una ciudad como
Medellín, cuando a algunos muchachos homosexuales les
dio por desfilar en compañía de sus madres a fin de combatir,
al menos simbólicamente, lo que Florence Thomas ha dado
en llamar el «matriarcado de arepa». Similar expresión
podríamos encontrar en el escritor antioqueño Fernando
Vallejo cuando la renombrada periodista Margarita Vidal
trata de encasillar su homosexualidad pública en un programa
de televisión. El célebre autor de El desbarrancadero,
con toda la calma del mundo afirma: «Los calificativos
los ponen los demás, yo simplemente soy bisexual: a mí
me gustan los muchachos y los niños»9.
El
«derecho a la indiferencia» no implica, por supuesto,
una indiferencia social; al contrario, exige la posibilidad
de cambiar las maneras de ver y dividir el mundo a tal
punto que no pueda ser materia de escándalo ver a dos
jóvenes o viejos del mismo sexo besándose en la vía pública.
Evidentemente ese cambio no sólo es moral sino lógico,
y pasa por la máxima instancia de la «indiferencia», la
cual, básicamente sanciona positivamente las diferencias
haciendo olvidar que éstas existen: el derecho. Dicho
de otra manera, es necesario trabajar mancomunadamente
en Colombia por una modernidad efectiva que no sólo combata
las costumbres morales retrógradas, sino el conformismo
lógico que sustenta el orden social. Cuando un «viernes
santo» —que normalmente de santo poco tiene— en las salas
pornográficas de nuestras principales ciudades sigan exhibiendo,
por así decirlo, la película «Cabalgata anal» en lugar
de «El mártir del calvario»; cuando sean socialmente censurados
los jerarcas de cualquier confesión religiosa que se atrevan
—después de la constitución del 91— a pontificar sobre
lo bueno y lo malo, lo humano y lo divino de nuestro país
(aquí más vale olvidar las declaraciones de Su Eminencia
Reverendísima, el Cardenal Alfonso López Trujillo, a propósito
de la «inutilidad del preservativo para detener el contagio
por VIH en el mundo»); cuando los maniqueísmos de ciertos
sectores ultra–conservadores puedan ser revertidos simbólicamente
en los escenarios públicos de la vida nacional tras ser
aprobado en el Congreso de la República un Pacto de Solidaridad
que favorezca las uniones civiles entre personas del mismo
sexo… ese día, la segunda versión —en materia sexual—
del cuadro de René Magritte, habrá llegado a nuestros
museos.
Las
interpretaciones de otro orden, que trasciendan el sentido
común, más vale dejárselas a los alienistas: Ceci n’est
pas une pipe.
Ciudad
universitaria, marzo de 2004.
ž
Ponencia presentada en el Seminario «Hacia una agenda
sobre sexualidad y derechos humanos en Colombia».
1
«El título no contradice el dibujo; lo afirma de otra
manera» (Esto no es una pipa…)
2
El autor es antropólogo y doctor en sociología de la Escuela
de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París; actualmente
se desempeña como «profesor asociado» de la Facultad de
Ciencias Humanas en la Universidad Nacional de Colombia,
sede Bogotá, y Director ejecutivo del Instituto Colombiano
para el Estudio de las Religiones, ICER.
3
F. Héritier, Masculin/Féminin. La pensée de la différence,
Paris, Ed. Odile Jacob, 1996.
4
P. Bourdieu, La domination masculine, Paris, Seuil,
1998, p. 11–59.
5
Texto publicado por Fata Morgana, París, 1973.
6
D. Hume, «On the First Principles of Government» (1758),
in Political Essays (ed. par Haakonssen), Cambridge,
Cambridge University Press, 1994, p.16–19 citado por P.
Bourdieu, Meditations Pscaliennes, Paris, Seuil,
1997, p. 213.
7
Sobre la noción práctica de «resistencias sociales» ver
J–C. Scott, Weapons of the Weak: Everyday Forms of Peasant
Resistance, New Haven, Connecticut, Yale University Press,
1985; y Domination and the Arts of Resistence: Hidden
Transcripts, New Haven, Connecticut, Yale University
Press, 1990.
8
Ver la bibliografía presente en los artículos del número
125 de Actes de la recherche en Sciences Sociales,
consacré aux «Homosexualités», Paris, Seuil, Décembre
1998.
9
Cf. Documental de Luis Ospina, La desazón Suprema.
Retrato incesante de Fernando Vallejo, México, 2000.