Los
partidos políticos ante el desafío de la maternidad lesbiana
Diana Mines*
Hemos
propuesto para este Encuentro el análisis de la reciente experiencia
legislativa uruguaya en materia de género, diversidad sexual y diversidad
reproductiva, por considerarla un buen ejemplo de cómo estos temas dividen
las aguas, atravesando partidos y desnudando contradicciones.
El
tratamiento en Cámaras de dos proyectos de ley recientemente aprobados,
—uno sobre violencia doméstica y otro sobre trabajo sexual— mostró las
luces y sombras que anidan en cada colectividad política. El primero,
fue y volvió de las comisiones a los plenarios durante años, escuchando
objeciones a su énfasis en la violencia contra la mujer, y macabramente
debe agradecer su aprobación final al impacto social provocado por el
asesinato a hachazos de una madre y sus cuatro hijos. Pero a poco de
promulgado, un Fiscal de Corte le interpuso un recurso de inconstitucionalidad,
por no contemplar equitativamente al hombre. El segundo, logró el acuerdo
final de los partidos en base a la creación de “zonas rojas” particularmente
marginales, para alejar el “espectáculo” de la prostitución, especialmente
travesti, de los piadosos ojos de las buenas familias (o tal vez, para
que no vean a papá recurriendo a ella...).
Más
proyectos están en discusión. Uno, que propone despenalizar el aborto,
fue presentado por una diputada oficialista y causó estupor en sus propias
filas. Acaba de ser aprobado por mayoría en la Comisión de Salud respectiva,
a pesar de la furiosa ofensiva ya lanzada por un pacto que reúne a la
jerarquía católica, varias iglesias neoevangelistas y algunos templos
afroumbandistas. Otro proyecto, también de un diputado del partido de
gobierno que llegó a convocar incluso un Foro parlamentario sobre Diversidad
Sexual, condena la violencia por orientación o identidad sexual y ya
fue aprobado por las dos cámaras, aunque reclama los votos progresistas
para aceptar pequeñas modificaciones. Otro diputado, en este caso del
Encuentro Progresista, busca legalizar la convivencia de parejas de
hecho, pero excluye en el artículo 1º a las del mismo sexo. Y en la
Cámara Alta, un proyecto de un senador de la izquierda procura actualmente
tranquilizar a la Iglesia Católica y pacta con los parlamentarios más
conservadores para cerrar el acceso de las mujeres solas y las parejas
de lesbianas a la fecundación asistida, y prohibir toda investigación
en clonación y partenogénesis.
¿Cómo
debemos interpretar estas adhesiones y boicoteos que cruzan excepcionalmente
las divisas tradicionales, y vuelven a sus cauces anteriores cuando
retoman los temas económicos y financieros habituales?
En
el proceso de aceptación a regañadientes de la diversidad por parte
de nuestra sociedad occidental (y no en vano, cristiana), empieza a
dibujarse una fina línea divisoria entre los derechos de las lesbianas,
gays, travestis, transexuales, bisexuales e intersexuales en tanto individuos
que ya existen, y los que pudieran
existir en el futuro. Por ejemplo, todo parece avanzar con moderado
optimismo cuando el tema es la reducción de la violencia homofóbica,
pero el optimismo cede o se despeña rápidamente por la ladera opuesta
cuando se intenta consagrar algunos derechos que ayuden a resolver judicialmente
situaciones generadas por la convivencia no heterosexual. La reacción
se vuelve francamente hostil cuando esa convivencia pretende incorporar
niños o niñas por adopción, y adquiere ribetes de “guerra santa” cuando
esa extensión es generada (en convivencia de pareja o en soledad elegida)
mediante lazos de sangre, o sea, cuando compite de igual a igual con
la familia modelo. La “célula básica de la sociedad” se encuentra frente
a frente con una nueva “célula”, a la que se intuye como potencialmente
“básica” de una sociedad diferente.
El
caso particular del proyecto de ley sobre reproducción asistida constituye
un ejemplo muy interesante del rol controlador que la ciencia heredó
de la religión, cuando el carácter pecaminoso de la sexualidad no reproductiva
dió paso en el siglo XIX a su caracterización como patología. El autor
del proyecto, el Dr. Alberto Cid, un médico, presidente de su sindicato
por varios años, restringe duramente la aplicación de una técnica que,
como todos los avances científicos debería beneficiar a todas las personas,
condicionándola al cumplimiento de requisitos netamente morales: es
para parejas heterosexuales y estériles. Toda otra aspiración a la maternidad,
ya sea por parte de parejas homosexuales, mujeres solas (homo o heterosexuales)
y mujeres fértiles sin pareja que no quieren arriesgarse a contraer
un VIH, ha sido calificada de “caprichosa” en las discusiones dentro
de la Comisión y en declaraciones a los medios. No es madre la que quiere
sino la que cumple con la versión laica del mandato bíblico.
Si
bien el proyecto de ley sobre despenalización del aborto está siguiendo
un recorrido propio, lo que está en juego en ambos casos es el derecho
de las mujeres a decidir por sí cuándo quieren o no quieren ser madres.
Y esta es una cuestión vital para el sistema patriarcal.
La
socióloga norteamericana Susan Cavin elaboró una teoría en su tesis
doctoral (“Lesbian Origins”, ISM Press, 1985), según la cual el advenimiento
del patriarcado no fue un hecho evolutivo ni mucho menos pacífico, sino
una auténtica toma del poder, caracterizada por violaciones masivas
y sangrientas luchas de competencia entre los mismos violadores. El
orden social fue alcanzado a través de la imposición de un orden
sexual: a cada hombre le sería asignada una mujer, de cuyo control
se haría responsable. El matrimonio heterosexual monogámico habría nacido,
según esta teoría, como un instrumento de opresión. El terror de los
rectores de la sociedad moderna a la desaparición de la figura paterna
en la reproducción, estaría directamente ligado al miedo de perder la
supremacía política y económica.
Paradojalmente,
la paternidad ha ido perdiendo sistemáticamente su presencia en el marco
de la familia tradicional, por la vía de la propia omisión. Pero su
vigencia como fundamento social y político parece sostenerse con la
mera formalidad. Como en la recurrente fantasía del varón heterosexual
que ansía presenciar (o sea, autorizar) un encuentro sexual lésbico,
la figuración del padre en el trámite de la reproducción asistida salva
el modelo impuesto, aun cuando constituya una simulación. El Dr. Cid
y todos los defensores de su proyecto saben que muchas mujeres lesbianas
han sido y serán inseminadas presentando a una pareja heterosexual ficticia,
pero esa mentira permite demorar la admisión oficial de cualquier modelo
alternativo.
Escondido
detrás de estos miedos hay otro, que continúa asomando a pesar de los
desmentidos científicos de las últimas décadas, que es el de la transmisión
genética de la homosexualidad. A falta de unanimidad en las explicaciones
sobre si “se nace” o “se hace” sexualmente diverso/a, por las dudas,
es importante para el sistema de valores imperante, que “nazcan” o “se
hagan” la menor cantidad posible de nuevos/as lesbianas, gays, travestis,
transexuales, bisexuales e intersexuales. La reproducción y la
educación deben ser preservadas sin contaminación homo-sexual.
En
esta heroica tarea, el “eje del bien” que han tendido la Iglesia Católica,
las nuevas iglesias evangélicas, la secta Moon y algunos grupos afroumbandistas,
están colaborando diligentemente. Hoy el Vaticano y sus instituciones
locales cuentan con departamentos de Bioética y su lenguaje tiene un
hábil cariz científico. Sus voceros sostienen la condición de persona
del conglomerado de células generadas a partir de la fecundación de
un óvulo por un espermatozoide, cuando 500 años atrás quemaban en la
pira a los médicos que osaban desenterrar cadáveres para estudiar la
anatomía humana.
La
familia nuclear -la única permitida- es promovida a través de
los mitos tejidos en torno a ella, que el Dr. Dante Olivera sintetiza
como: el mito de la familia feliz y el mito del desarrollo
psicofísico normal del niño.
Sin
embargo, la encuesta nacional de hogares nos da una cifra en 1997 del
35% de familias nucleares, muchas constituidas en una segunda instancia,
con hijos de otros matrimonios. El resto de las familias son monoparentales
o integran a una persona cuidadora con o sin vínculos familiares directos.
Es de suponer que la actual crisis socioeconómica ha incrementado aun
más estos guarismos.
La
realidad es que la familia nuclear no es la única capaz de proveer grados
de contención y amor, y que
los variados modelos de familias alternativas también pueden proveerlos
y a veces en grado superior, al inculcar nociones de aceptación y respeto por todas las formas de vida, solas
o compartidas. La maduración del niño/a se produce por la alimentación,
el vínculo amoroso, el lenguaje y en las cualidades del sonido de la
voz. No se produce a través de
la “orientación sexual” de quien lo cría.
Este
frente político conservador que articula sus acciones para evitar la
destrucción de su modelo, coincide en líneas generales con los partidos
tradicionalistas y neoliberales. ¿Qué es lo que inspira a algunos de
sus integrantes, especialmente de estos últimos, a pensar y actuar con
cabeza propia? ¿Qué ocurre en la izquierda, donde opuestamente, algunos
parecen renegar del “progresismo” y adoptar posiciones netamente reaccionarias?
No
puede desconocerse un factor electoralista básico. Para los partidos
tradicionales, ya en el poder, la oferta de una opción que contemple
a las minorías discriminadas puede atraer a una parte de esos electorados
discriminados. Para la izquierda, en la mayoría de los casos ansiosa
de llegar al poder, la adhesión a principios sexuales y familiares alternativos
puede obstaculizar la captación de los votos centristas e indecisos.
Pero,
necesariamente debe haber causas menos especulativas para explicar este
fenómeno. De hecho, salvo excepciones, el discurso de la izquierda ha
evitado abrir posición sobre temas de sexo y género. En la propia Unión
Soviética, las posturas de los primeros años, abiertas a revolucionar
las costumbres más íntimas, fueron pronto sofocadas por doctrinas más
rígidas. Se podría decir que las claves están en los puntos de arranque.
La economía, eje central del materialismo dialéctico, no es cabalmente
comprendida si la noción de medios de producción no incluye la
consideración de los medios de reproducción. Sin una conciencia
clara del papel del género en la constitución de las sociedades más
tempranas, y de su imprescindible, insoslayable reivindicación en la
actualidad, toda teoría y práctica “progresista” recae tarde o temprano en el modelo
patriarcal, y poco después, en el capitalismo (su sistema más apropiado).
Más que preguntarnos por qué algunos políticos de la izquierda incurren
en posiciones homofóbicas, sería más práctico interrogarnos por qué
esos individuos han ido a dar a la izquierda, cuando su pensamiento
los emparenta mucho más fuertemente con el tradicionalismo.
Al
menos en Uruguay, la materialización de una “Red de Mujeres Políticas”
hace algunos años, ha hecho posible, en la Cámara de Diputados, alianzas que atraviesan
las tiendas partidarias y permiten sacar adelante proyectos de ley de
urgente necesidad, referidos a las mujeres.
¿Es
posible construir una red similar para promover las reivindicaciones
de la diversidad sexual?
¿Deberíamos,
desde la propia diversidad sexual, revisar nuestras reivindicaciones
para cuidar que no arrastren la semilla de la familia patriarcal?
¿Podría
todo ello contribuir a una reestructuración profunda de las ideologías?
Buenos Aires, 31 de octubre de 2002
*
Fotógrafa Ponencia
presentada en
CIEI – CENTRO DE INVESTIGACIÓN Y
ESTUDIOS INTERSEXUALES