Allá
en las zonas de donde yo vengo, blanco era blanco y negro era negro,
pobre era pobre y rico era rico. Todos católicos, menos nosotros y tres
gatos más, que el cura italiano adoraba
demonizar.
El
sandwich de mortadela era la suprema delicia de la merienda en la escuela,
cuando nuestra pobreza me permitía unas monedas para gastar en la panadería.
Mejor que eso solo las manzanas argentinas que comía escondida en el
baño de la escuela “para no provocarle las ganas a los otros” decía
la profesora. Escuela pública, de antes de la universalización de la
enseñanza, allí aprendí todo lo que sé.
La
ciudad estaba cercada de cañas de azúcar y de naranjas. Después se instaló
la primera fábrica de jugos para la exportación, todas las tardes subía
el dulce aroma de la cáscara de naranja y hasta hoy no sé qué era lo
que hacían con ellas. La caña era cuidadosamente descascarada y picada
en pedazos tan pequeños que cabían enteros en la boca. De ellas se extraía
el jugo que por allá tiene hasta hoy el bello nombre de grapa.
Seguía
mansa la vida. Mi madre traía tejidos de la tienda de mi abuela que
vivía en otra ciudad. Los llevábamos juntas a la costurera, que los
traansformaba en figurines de revista. La modista vivía al lado del
cuartel del ejército, con su marido ferroviario y muchas hijas. Me fascinaba
la cantidad de telas, retazos, adornos, moldes de papel, cintas métricas
y carreteles de hilo coloridos amontonados por todos lados. Se entreveraban
niñas, perros, café y el olor del guiso de arroz.
Un
día, al llegar a la escuela, supe que los profesores estaban en huelga.
Hoy no tuvieron clases. Y no tuvieron por meses y meses. Después fueron
los ferroviarios, en asamblea permanente en un galpón del centro de
la ciudad. Mis padres participaban de brigadas solidarias que preparaban
sandwiches de queso para los huelguistas.
Hasta
aquél día. La ciudad se llenó de soldados. Finalmente, se tomó la iniciativa
de poner orden en este país – escuchaba a mi profesora- “estudiantes
y sindicalistas sólo quieren armar líos.” Era diciembre, pero los días
eran grises y yo sentía un frío en la barriga.
Cuando
volvimos a ir a la costurera, supimos que el marido estaba preso en
el cuartel vecino a su casa. ¿Por qué? pregunté, espantada, pues para
mí la cárcel era cosa de ladrones y borrachos. Nadie respondió. A mi
padre lo llamaron para un interrogatorio. Volvió
defendiendo a los milicos que siempre había despreciado y ridiculizado.
Mi
vida continuó sin sobresaltos, pero nunca más fue la misma. Aunque no
entendiese lo que pasaba sentía el miedo, la vigilancia constante, veía
a los viejos mostrando sus documentos a soldados adolescentes y aprendí
que los adultos tenían siempre que probar quiénes decían ser.
Luego
se preocuparon de que yo entendiese. Una nueva materia fue incluida
en la currícula escolar. Se llamaba Educación Moral y Cívica. Entendí.
Júnia
Puglia