Esta
es una época en la que podemos recibir una carta
antes que la carta sea escrita: alguien puede escribir un
mensaje en Australia el 3 de enero y alguien puede recibirlo
en Uruguay el 2, gracias a la diferencia horaria y al correo
electrónico. Un mundo y una época donde es
muy difícil ubicarse en tal tiempo y tal lugar, y
si no, habría que imaginarse lo que debía
estar sintiendo aquél astronauta soviético
que se quedó meses y meses girando en el espacio
sin que nadie lo bajara, cuando la URSS volvió a
llamarse Rusia y nadie sabía a quién le correspondía
la decisión de traerlo a la tierra.
Los
pueblos que vivieron bajo la hegemonía del egipcio,
del griego, el romano, el persa, el inca, el maya o el inglés
(y me estoy salteando a varios otros) seguro que sentían
al hablar de «imperio» o de «colonia»
que además de la subordinación económica
y política, sus propias culturas estaban siendo interferidas
y en riesgo de desaparecer bajo la gran cultura dominante.
La diferencia (no menor) con respecto a la "globalización",
es que ahora, con el adelanto tecnológico de la información
y las comunicaciones, no solo los capitales son cada vez
más transnacionales y difíciles de controlar,
sino que no hay rincón del mundo que esté
fuera de la posibilidad de influir y/o ser influenciado.
Un
mundo sin guerra fría pero con guerras calientes
en todas partes, empresas privadas que hacen enormes desfalcos
y estados que no pueden mantener sus presupuestos de gastos
sociales. En América Latina desde 1975 a 1995 el
PBI aumentó más del 80%, sin embargo, hay
150 millones de personas viviendo en la pobreza y se duplicó
la diferencia entre el 20% más rico y el 20% más
pobre.
Nos
guste o no, la globalización «es» y tiene
efectos negativos y positivos para la vida de todos los
seres humanos y especialmente la de las mujeres. El tráfico
sexual o la explotación que se da en las maquilas,
son ejemplos de los peores; y varios instrumentos internacionales
de denuncia y justicia, o la propia Plataforma de Acción
de Beijing, lo son de sus efectos positivos. Pero en este
proceso, ajustes estructurales y privatizaciones mediante,
los estados han ido perdiendo varias de sus responsabilidades,
y con ellas, mucho de sus soberanías. De hecho, algunas
de las conquistas de los movimientos de mujeres en la última
década se deben no sólo a su capacidad de
propuesta y movilización, no sólo a que aparecieron
como demandas legítimas debido al proceso actual
de individuación (en sociedades que empiezan a valorar
las subjetividades) sino también a que hemos sorprendido
a los estados «distraídos» y débiles.
No
hay nada más político que lo personal
El
haber sabido moverse en esa coyuntura, ubicando nuevos escenarios
y actores, tomando de lo global aquéllo que servía
para organizarnos más como región y fortalecer
las demandas y propuestas que hacíamos en nuestros
países, es una de las pruebas de que no sólo
existe un movimiento feminista en la región (y para
ser "políticamente correcta" voy a agregar:
integrado por varias vertientes que hacen a sus diversidades
y/o diferencias) sino que además, de todos los movimientos
políticos y sociales, este es el que debería
«vanguardizar»1 los cambios.
Hay
palabras que simbolizan procesos y se ponen en boga: en
la década pasada fue «empoderamiento»,
luego vino «lobby» y en estos últimos
años, el verbo fue «monitorear».
¿Cuál será la palabra que sintetizará
nuestro discurso, nuestro trabajo, nuestro hacer, en este
nuevo milenio? Deberá ser lo suficientemente provocadora
como para que revitalicemos el carácter revulsivo
que hace 20 años era tan fácil tener: dicho
esto sin ninguna nostalgia, dicho desde la acumulación
de fuerzas, de conocimiento, de poder. El objetivo sigue
siendo el cambio cultural y eso va más allá
de lograr leyes y de hacer monitoreos y seguimientos.
Necesitamos
discutir y acordar algunas líneas de trabajo conjunto.
Un marco desde el cual posicionarnos puede ser el de los
derechos económicos, sociales y culturales que nos
permitiría tener una agenda común con otros
movimientos y sectores. Al mismo tiempo podríamos,
por ejemplo, ponernos como meta concreta el lograr de aquí
a 5 años una Convención Interamericana sobre
los Derechos Sexuales y Reproductivos.
En
nuestra región, la Convención de Belem do
Pará, impulsó casi todas las leyes conseguidas
en esta década contra la violencia de género.
Todos los estados, en mayor o menor medida, la acataron.
Pero la acataron no sólo porque las mujeres luchamos
por ella y porque era justo, sino porque era muy difícil
fundamentar que no se estaba en contra de la violencia,
es decir: para los gobiernos y los partidos también
era «políticamente redituable» estar
a favor de estas leyes.
En
cambio, lograr una convención sobre los Derechos
Sexuales y Reproductivos será más difícil
por todos los prejuicios y discusiones que desatarán
temas como el de la legalización del aborto y la
opción o identidad sexual, no incluidos en la PAM
de Beijing.
Y
es por esa misma razón que es una buena idea. Porque
significaría volver a meternos en la casa, la cabeza
y la cama de todo el mundo, incluidas las de los legisladores,
gobernantes y funcionarios internacionales.
En
lo personal, más allá del libro "Yo aborto,
tú abortas, todos callamos..." (que publicamos
en Cotidiano en 1987) nunca me interesó nada trabajar
y/o estudiar sobre los derechos sexuales y reproductivos,
aunque tengo un gran respeto por todas aquéllas mujeres
que se han dedicado a ellos de un modo cada vez más
profesional. Ahora, de lo que estoy hablando, es de que
probablemente estemos viviendo en la coyuntura exacta para
retomar el tema, no desde el "lobby" (que seguirá
siendo imprescindible), no desde la posibilidad de negociar
con el estado (que tendremos que hacerlo), sino desde la
subversión, desde la contra-cultura, desde la movilización.
Estoy hablando de tomar el tema, no desde la especialización,
sino para "fortalecer el polo feminista desde la sociedad
civil"2 y levantarlo como una de las perspectivas
más cuestionadoras y profundizadoras de la democracia
desde que, entre otras cosas, está indisolublemente
ligado a nuestros derechos económicos, sociales y
culturales. Acordando, por ejemplo, esa meta, el trabajo
coordinado en cada país (y a nivel regional) en una
campaña de largo aliento, será imprescindible.
Tendremos que salir a los medios masivos de comunicación
(a los que les «encantará» tratar
temas tan «urticantes») organizar debates
públicos, seminarios, publicaciones, actos mediáticos,
"spots" de radio, de televisión, etc, etc. Y además,
deberemos ser capaces de establecer alianzas con otros movimientos
y sectores sociales (los jóvenes, los movimientos
homosexuales, etc.) amén de algunos políticos
y funcionarios de gobierno y organismos internacionales
para ir logrando acuerdos que la hagan posible.
Si
es cierto lo que dijimos y Beijing es una plataforma, un
"piso común" para todas las mujeres del mundo; si
es un piso y no un techo, entonces, aunque sigamos controlando
y defendiendo su cumplimiento...¿por qué no
ir más allá?
Una
campaña sobre un tema como este es un instrumento
hacia una agenda común, pero también, un modo
«revulsivo» de apostar a los cambios culturales
que sólo pueden darse cuando nos proponemos cambiar
la cabeza de la gente.